La calle de las Siervas y sus sombras

La calle de Eduardo Pérez era estrecha y sombría, con casas señoriales con jardines

Tramo alto de la calle de Eduardo Pérez, con la casa donde vivía la familia Buil en primer plano y más arriba la vivienda habitada por las monjas.
Tramo alto de la calle de Eduardo Pérez, con la casa donde vivía la familia Buil en primer plano y más arriba la vivienda habitada por las monjas.
Eduardo de Vicente
00:41 • 26 feb. 2020 / actualizado a las 07:00 • 26 feb. 2020

Nos tocó vivir un tiempo donde las calles estrechas estaban bajo sospecha y donde lo moderno eran las avenidas, los espacios amplios y soleados. Una ciudad como Almería, sobrada de sol, apostaba por quitar de en medio el entramado medieval que tanta sombra aportaba.



Un ejemplo de calle angosta y sombría era la de Eduardo Pérez, que en los últimos años de la década de los sesenta ya había empezado a mudar de piel, acorralada por el progreso que la fue llenando de grandes edificios que se llevaron por delante auténticas joyas arquitectónicas



A los niños que jugábamos en la plaza de la Catedral nos gustaba echar a correr cuesta abajo por la pendiente de la calle de Eduardo Pérez, desafiando los pocos coches que entonces subían. Era tan estrecha que no tenía aceras, tan solo un pequeño bordillo a un lado y a otro, que no tendría más de un palmo de ancho. Cuando llovía con fuerza y las alcantarillas se atascaban, la calle era un pequeño río que iba a desembocar en la calle Real y en la explanada de las Cuatro Calles, que siempre estaba llena de charcos. 



Otro entretenimiento infantil era tocar en la puerta de las Siervas de María para pedir caramelos. Las monjas vivían entonces en el primer portal que había bajando la calle, cerca de la plaza de la Catedral. Enfrente ya habían construido el edificio que hacía esquina con la calle Conde Xiquena, que le quitaba solera a ese tramo, pero la casa de las religiosas seguía conservando el sabor de las mansiones antiguas, con una gran puerta de madera con llamador de hierro, que hacíamos sonar tres veces para que nos abrieran. No sé muy bien si la tardanza en abrir era porque al tratarse de mujeres muy mayores tenían problemas auditivos o es que les molestaba la insistencia de los niños. Lo que era una certeza era la edad avanzada de aquellas monjas que yo tuve la suerte de conocer de cerca gracias a mi tía Carmen del Pino, que pertenecía a la congregación de las Siervas de los Pobres, con sede en la calle Gerona. Con ella entré una vez a la casa de las Siervas de María y desde ese día ya tuve el salvoconducto necesario para penetrar en aquel lugar de retiro cada vez que estaba aburrido.



Me llamaba la atención la edad de las monjas. Me parecían tan viejas como el edificio, como si formaran parte de sus muros y de su historia. Recuerdo la figura de la hermana Pilar, sentada en una mecedora junto a un brasero, siempre con un rosario entre las manos. Cada vez que entraba a verla me hacía las mismas preguntas: ¿Sabes rezar? ¿Estudias mucho? Y a continuación me contaba que era de un pueblo de Salamanca, que había nacido en 1880 y que ya era monja cuando el desastre de Cuba. Más de ochenta años tenía también la hermana Purificación, que hablaba con un dulce acento navarro y la hermana Ascensión, que era la encargada de darnos los caramelos



La siguiente casa que te encontrabas al bajar la calle estaba habitada por tres familias. Se accedía subiendo dos escalones y tenía una espléndida escalera de mármol. Recuerdo con nitidez la vivienda del piso bajo, donde vivía la familia Buil, uno de los hijos, Eloy Panadero Buil, era mi compañero de pupitre en el colegio de San José. Yo sentía una atracción especial por aquella casa que se colaba hacia dentro como una cueva y que en su interior guardaba, como si fuera un tesoro, un hermoso jardín donde siempre cantaban los pájaros. Casi todas las habitaciones miraban al jardín, llenando de luz y de silencios las estancias. 



En la casa de los Buil había árboles tan altos que los niños jugábamos a trepar por las ramas a ver quién tocaba antes el cielo. Por allí, entre la hierba y las macetas, rondaba una vieja tortuga que nadie sabía de donde había salido, y que parecía el espíritu reencarnado de un viejo habitante de la casa. La tortuga vivía de forma independiente: lo mismo aparecía todos los días, con su cuello estirado buscando el sol, que se escondía durante meses y cuando ya nadie apostaba un duro por su existencia, volvía a pasearse por el jardín como si fuera una reina antigua. 




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