La segunda quincena de mayo era la más dura del año. Mientras que en la calle el verano se insinuaba a todas horas y por todos los rincones, en las aulas los alumnos se preparaban para afrontar el duro invierno de los exámenes finales. Era una contradicción difícil de asumir: la vida estallando en las calles y el miedo latiendo en las clases y en los comedores de las casas en aquellas noches interminables de insomnio en las que había que quedarse a estudiar.
De los exámenes finales, la primera prueba de fuego a la que tenían que enfrentarse los escolares era el fatídico examen de Ingreso, imprescindible para poder entrar en el Instituto. Se celebraba en junio, pero en el mes de mayo se intensificaban las horas de estudio y las lecciones de los profesores particulares que se dedicaban a preparar a los alumnos en horas extraescolares. Los preparaban en la teoría y también les daban algunas nociones fundamentales para que no temblaran en el instante en el que tuvieran que comparecer ante el tribunal de profesores para la prueba oral. Eran niños con pantalón corto que de pronto tenían que parecer hombres cuando se presentaban ante aquel comité de sabios que iban a decidir su futuro. El día de la prueba de Ingreso no solo se examinaba el niño, también lo hacía su familia, que esperaba nerviosa en la casa las primeras noticias.
El camino hacia el examen era largo. Empezaba durante el curso en las clases particulares y culminaba en junio ante el tribunal. Unos días antes, los aspirantes tenían que pasar por el Instituto para formalizar su inscripción, pagando la cuota correspondiente.
Todos aquellos trámites burocráticos en la oficina del centro servían de entrenamiento a los niños, que empezaban a familiarizarse con el escenario. Imponía entrar en aquel mundo de adultos donde los profesores iban con traje y corbata y donde los alumnos adquirían el rango de aspirantes a bachilleres, lo que le daba un empaque de personas mayores.
El día del examen de Ingreso había que madrugar para darle el último repaso a la Enciclopedia y asearse convenientemente. Las madres sacaban la mejor ropa del armario y repeinaban a los niños como si fueran a hacer la Primera Comunión. La imagen también jugaba a favor de aquellos aspirantes a adolescentes que después de atravesar los seis años de colegio, se tenían que jugar su futuro ante un rígido tribunal de solemnes profesores.
El examen de Ingreso venía a ser como el juicio final en el que los alumnos tenían que demostrar que estaban preparados para iniciar el Bachillerato. Con los pantalones cortos hasta las rodillas, camisa limpia, corbata estrecha y los zapatos oliendo a betún, comparecían en el estrado con los nervios apretándoles el alma. Para que los niños se sintieran más arropados era habitual que se presentaran en el lugar del examen con el maestro que los había orientado en su último curso de colegio. Su presencia les daba confianza y humanizaba aquel terrible momento. Tenían sólo diez años, pero aquella prueba de madurez los iba a convertir en hombres cuando unas horas después atravesaran de nuevo la puerta del Instituto para volver a casa.
El primer examen consistía en un dictado interminable, una división con la prueba y una resta llena de dificultades. Después se enfrentaban al momento más duro, el instante de medirse, cara a cara, con un tribunal formado por siete profesores, que sometían al alumno a preguntas de todas las asignaturas que había que contestar en el menor tiempo posible. Al examen de Ingreso se podía llegar por dos caminos, después de terminar el sexto curso de Primaria en el colegio, o bien haciendo hasta cuarto y cumpliendo después los dos años de Preparatoria, en los que se instruía a los alumnos para la prueba de acceso al Bachillerato. La Preparatoria se hacía en el mismo Instituto y estaba a cargo de dos profesores, don José Soler, que daba Primero, y don Juan Jaramillo, el de Segundo. Los que superaban el ejercicio regresaban en septiembre para formalizar la matrícula y comenzar una nueva etapa en sus vidas.
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