La Joya que olía a brasero y a pimentón

Eduardo de Vicente
07:00 • 08 jun. 2020

Nunca he olvidado aquella tarde de invierno, allá por el año de 1970, cuando en compañía de varios amigos del barrio me perdí por las lejanas cuestas de la Joya, encandilado por aquella vida en estado puro que estallaba en las puertas de las casas al  calor de las hogueras. 



Las calles, que estaban mal iluminadas por pobres bombillas que duraban lo que tardaba en llegar un chaparrón, se llenaban de luz al caer la tarde cuando las mujeres y los niños encendían los braseros. Impresionaba ver desde lo alto del cerro de la Alcazaba las sombras de los niños que las lumbres proyectaban agigantadas sobre las fachadas de cal del barrio. Parecía un lugar fantástico donde la vida se podía oler y tocar palmo a palmo. Las calles de la Joya olían a pimentón y a migas, a la ropa recién lavada que las mujeres tendían en la puerta y a ese perfume de arrabal que dejaba la leña de los braseros pobres en los cuerpos que se danzaban alrededor del fuego.



Eran calles de tierra y casas pobres de gente tan humilde como el barro, pero de una dignidad absoluta. Recuerdo la escena de las mujeres refrescando la tierra con cubos de agua, conscientes de que por allí nunca pasaría el camión de la regadora ni el carrillo del barrandero municipal.



La gran avenida del barrio era la calle Chamberí, tan llena de gente que parecía un pueblo en aquella época. A mediodía, cuando el sol estaba en todo lo alto, las mujeres enganchaban las cuerdas de una fachada a otra y tendían la ropa recién lavada. Desde lejos, la calle parecía un bergantín con todas sus velas desplegadas. 



Enfrente de Chamberí, en la bajada hacia la rambla de La Chanca, destacaba una pequeña plaza donde estaba el bar de Pepe Yebra, en lugar donde rajaban la caña dulce cuando llegaba su tiempo. Por allí pasaba a diario un tipo al que llamaban Pedro el Picardías, que iba con su burro cargado con cuatro cántaros, repartiendo el agua que cogía de la fuente de la Plaza de Pavía. 



En la misma calle de Chamberí tenía la tienda Pepe Montes, la más importante del barrio. Una de sus parroquianas más fieles era Isabel la Chunga, la encargada de ir a pagar los recibos de la luz de todos los vecinos de la calle. La mujer tenía la espalda deforme porque una barca se le vino encima cuando era niña, mientras tomaba el sol en la playa. En esa zona del barrio destacaba la bodeguilla de la Garruchera, que era una de las paradas obligadas de los hombres de la mar cuando llegaban con los bolsillos llenos. Allí estaba la panadería del Chino y el boliche de Emilio el Medio Peo, donde sólo servían vino. 



Después de la de Chamberí, destacaba por su importancia y por la gente que la habitaba, la calle Navegante, desde donde se podía ver el mar. Allí vivía la familia de Paco Bonachera, guitarrista y fontanero, y allí estaba la querida tienda de Carmen la estraperlista. Vendía carbón, gas para los infernillos, agua de Araoz, agujas, dedales y fruta que traía todas las mañanas de la alhóndiga. Además del comercio oficial, Carmen dominaba los secretos del estraperlo, con el que se ganaba unos duros extra para el sustento de la familia. Junto a ella trabajaba su hijo, Juan Sánchez Pérez, que con once años tenía que compaginar sus estudios en el colegio Diego Ventaja con el trabajo de la tienda. Ayudaba a su madre en el mostrador y era el que de madrugada cogía la bicicleta y se iba al Mercado Central en busca del género.



La Joya se completaba con la calle y las cuevas de San Joaquín, que tomaban el nombre del cerro que coronaba el barrio. En una de sus casas vivía otro personaje inolvidable, Antonio Fernández, el Liebre, amigo de Pedro el Baldao, y figura fundamental en los carnavales de la posguerra, cuando se formaban murgas ilegales que a escondidas de los municipales cantaban las letrillas prohibidas que se inventaba el Chino, otro notable vecino de la Joya. De Antonio el Liebre cuentan que siempre estaba de buen humor, inventando chascarrillos y gastando bromas. De vez en cuando se sacaba un bote del bolsillo y se ponía a vender el producto diciendo: “Llevo ungüento de culebra, que todo lo cura”. Por San Antón, bajaba a la ermita, se subía en unas tablas y dirigía la subasta de los rabicos. Era un espectáculo verlo con las gafas que les faltaba un cristal, pregonando sus interminables ocurrencias y haciendo feliz a la gente. 

Antes de subir hacia la cima del cerro de San Joaquín, donde terminaba el barrio, estaba la finca del Instituto de Aclimatación y la huerta que después se transformó en el centro de rescate de la fauna sahariana. 


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