Cuando José Echegaray llegó a Almería aún era un poblachón amurallado, aderezado de baluartes, atarazanas y puertas medievales, habitado por no más de 17.000 almas que cuando llegaba la noche reflejaban caras fantasmagóricas alumbradas por el acetileno.
No había carreteras, ni ferrocarril, solo esparto, arriería, olor a salitre y las funciones dominicales del Teatro ‘María Cristina’. Cuando el que iba a ser con el tiempo el primer Nobel español llegó a esta Insula Barataria, empezaba a medrar una incipiente burguesía- los Roda, Los Spencer, los O,Connors- aunque solo disfrutaba de empedrado la calle Real de la Cárcel y el Paseo se reducía a un breve sendero extramuros salpicado de álamos.
Era febrero de 1854 y el ingeniero madrileño, soltero y con 22 abriles, había sido destino a Almería como delegado de Obras Públicas. Atrás quedaba la despedida con lágrimas de sus padres a pie de diligencia, su llegada a Granada y de allí a Almería a lomos de caballería, por quebrados y ramblas, con la sola compaña de un peón caminero, durante tres días y tres noches.
Comió, el que después fue brillante dramaturgo, queso de pastores por todo alimento en esas jornadas y quedó cegado por esa luz invernal que reverberaba en la Sierra de Gádor.
Lloró de tristeza Echegaray al llegar a la aburrida y solitaria Almería, echando de menos los cafés madrileños, el bullicio de la villa y corte.Su único cometido profesional, al llegar a esa tierra de los tempranos, era la conservación de la única carretera de la provincia, que apenas alcanzaba una legua en dirección a Gádor: escaso desafío para un recién titulado como número uno de su promoción, con un sueldo ajustado de 9.000 reales.
También estaba encargado este genio español -que llegó hundido a Almería y se marchó añorando el verdeo de los naranjales de rioja y su horizonte marino, como dejó escrito en sus memorias- de los trabajos del incipiente Puerto. No había obras entonces ni proyecto aprobado, tan solo la labor de ir arrojando escollera en la dirección determinada.
Echegaray se alojaba en la Pensión de los Vapores, en la calle Emir (hoy Braulio Moreno). Allí almorzaba sin apetito y después visitaba a Manuel Caravantes, el otro ingeniero, y se daba una vuelta por el puerto y por la carreterita de marras.A la caída de la tarde paseaba el joven por la alameda solitaria y leía después a Balzac en el Liceo o las noticias atrasadas de la Guerra de Crimea o de los preparativos de la sublevación de O’Donnell en los periódicos que llegaban de Madrid en el correo de postas.
Por la noche seguía ojeando novelas y dramas o libros de álgebra, como un Alonso Quijano, en el camastro de la fonda.
Echegaray, hijo de médico, el que iba a ser uno de los señeros literatos europeos, aún no había escrito ni una sola línea en esa Almería decimonónica, que, entre tanto tedio, le sirvió para empaparse de lecturas que fraguaron años después como abono en su celebrada obra. Echegaray, al que los peones del Puerto llamaban de usted, por su rango y su uniforme de ingeniero con gorra calada, solía también combatir el aburrimiento empuñando el timón de la lancha del puerto, junto a tres remeros que temían volcar en cualquier momento ante la impericia de ese señorito de Madrid. Siempre con dificultades conseguía ganar la escalinata real, la misma que hay hoy en el Puntalón de Levante, con algún que otro testarazo de la madera contra la piedra.
Echegaray escribía cartas a su familia en las que les refería lo delgado y tostado que estaba bajo la luz almeriense y el influjo de una comida precaria basada en un huevo frito, media chuleta y sopa insulsa, sin merienda y sin un vaso de vino que llevarse al gaznate.
Una de las veces que salió de la ciudad fue para viajar a Canjáyar a redactar un informe sobre una mina de agua. Le sorprendió una estampa verde de primavera preñada de vallecillos, altozanos y colinas con agua cristalina circulando por las cañadas. Allí, en un ventorrillo de la Alpujarra, cenó opíparamente a base de carne de faisán y verduras, como no había hecho desde que salió de la casa familiar. En el camino de regresó le compró un saquito de dulces naranjas del Andarax a una mujer que las vendía en una burra a la vera del camino.
Este prohombre, que después fue ministro de Hacienda y Fomento, ardiente republicano y después templado urdidor de la Restauración, salió por piernas de Almería cuando, asustado, pidió traslado por unas fiebres tercianas que había padecido y de las que consiguió librarse -según él- por el agua sedativa del doctor Raspall que le administró su colega Caravantes.
Solo permaneció cinco meses en la ciudad del sol, pero se fue con un recuerdo entrañable y cuando llegó la ocasión, en años posteriores, hizo favores a esta provincia cenicienta, sin linaje que le atara, sin haber sido diputado de distrito, sin ninguna obligación de hacerlo, más allá de la simpática evocación.
José Echegaray Eizaguirre, el dramaturgo, el insigne matemático, el primer español en conseguir un Nobel en 1906, fue el primero, siendo ministro de Fomento, que procuró la construcción de un ferrocarril para Almería a través de la Ley de 1870, que fundía al fin en letra de imprenta la autorización al Gobierno para que sacara a pública subasta la línea Linares-Almería de 240 kilómetros, aunque, infelizmente, no pitara locomotora alguna hasta 26 años después.
Murió en 1916, este hombre completo, este insigne de las ciencias y las letras, el primero también que habló de la California almeriense, un plañidero de prestigio para Almería desde la tribuna del Congreso. Durante décadas reposó en el bolsillo de los almerienses más holgados, cuando su efigie barbada iluminaba los billetes verdes de mil pesetas.
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