Debajo mismo del arco que le daba nombre a la calle colgaba un viejo farol de hierro y cristal que siempre tenía la ventanilla abierta para que los encargados de la luz repusieran su bombilla cada vez que se apagaba. No había otra lámpara que se fundiera tanto como la del Arco, que sufría continuamente los arrebatos de violencia de los niños que se entretenían tirándole piedras.
Aquel farol tenía entonces el mismo destino que la calle, que a comienzos de los años setenta fue perdiendo parte de su esplendor para convertirse en un laberinto oscuro por el que daba miedo transitar cuando llegaba la noche. Es difícil entender como una de las calles más auténticas de la ciudad se fue deteriorando sin que nadie pusiera remedio.
Conservaba en aquel tiempo el suelo empedrado que le colocaron en los años cincuenta y casi todos los edificios antiguos, tan llenos de historia y de historias como estropeados. Para los niños del barrio, el abandono de la calle era una buena noticia porque allí encontrábamos la oscuridad que necesitábamos y la soledad que nos arropaba cuando queríamos escaparnos de las miradas ajenas.
En las tardes de invierno, cuando la noche se echaba encima precipitadamente y no pasaba un alma por la calle, solíamos organizar incursiones para jugar a los espías. Era emocionare encaramarse a las ventanas de rejas de las casas y observar lo que sucedía dentro sin ser vistos. Algunos de aquellos edificios antiguos estaban tan derrotados que se habían quedado sin vida, lo que aprovechábamos los niños para ocuparlos como si estuviéramos conquistando un castillo.
Cómo dejaban que se vinieran abajo aquellas casas tan hermosas. La respuesta la tuvimos poco tiempo después, cuando las palas las derribaron y levantarlos modernos edificios que se llevaron por delante una buena parte de la esencia de este inigualable rincón de Almería.
Con la desaparición de uno de aquellos caserones antiguos se fue también el mosaico de la Virgen que era un trozo más del alma de la calle del Arco. En 1977, desapareció el hermoso mosaico con la efigie de la Virgen del Mar que había adornado aquel rincón durante cuarenta años. Era un bello y artístico azulejo, embellecido con flores que los fieles le iban cambiando todas las semanas. Estaba decorado con dos vistosos farolillos que lo iluminaba por la noche con una luz tenue que apenas permitía ver la figura de la Patrona.
De vez en cuando, aparecía por el rincón alguna devota de la imagen que aprovechando la soledad del lugar se arrodillaba delante del mosaico a rezar. Las mujeres, cuando cruzaban por la calle y llegaban a la altura del retrato de la Patrona, se persignaban en señal de respeto.
Una de las fieles de la imagen era la señora Carmen, la mujer que le hacía la comida y cuidaba de don Felipe Sánchez Sánchez, que fue beneficiado de La Catedral durante aquellos años. Carmen era una profunda devota de aquel mosaico de la calle del Arco y todas las semanas lo visitaba para adecentarlo. Venía desde su casa, en la Plaza de Castaños, cargada con un cubo; pedía una escalera prestada a un vecino y se subía para dejar el cuadro inmaculado. “Carmen, que se va usted a matar”, le solían decir cuando la veían allí arriba, y ella siempre contestaba la misma frase: “Si me caigo será porque así lo manda la Virgen”.
A comienzos de los años setenta frecuentaba la calle del Arco un extraño personaje con la cabeza rapada, vestido con un estrafalario traje azul y sandalias. Parecía un fraile desorientado, que ensimismado en su mundo y ajeno al que lo rodeaba, se postraba ante la imagen de la Virgen y con los brazos en cruz hablaba con ella sin importarle la gente que pasaba a su lado ni los niños que lo acosaban gritándole: “el loco, el loco”.
Cuando terminaba de rezar en la calle del Arco se iba a la plaza de la Catedral y volvía a ponerse de rodillas, ahora delante de la estatua del Obispo Diego Ventaja, frente a la torre del reloj. Al terminar escalaba por el pedestal para besar los pies de bronce del prelado.
Bernardo Martín del Rey, que fue archivero municipal desde junio de 1939, contaba que el mosaico que decoraba la vieja fachada de la calle del Arco se levantó después de la guerra civil en recuerdo de un antiguo oratorio que fue propiedad de la marquesa de Careaga, y que desapareció en el siglo diecinueve.
El historiador almeriense escribió que en el año 1842 la Diputación de Almería ordenó al Ayuntamiento que mandara quitar de las calles las imágenes religiosas y que se trasladaran a sus parroquias, “donde corresponden para que los fieles puedan tributarles culto evitando así la profanación a que se ven expuestas en los sitios en los que se hallan”.
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