La travesía de ‘la edad del pavo’

Eduardo de Vicente
07:00 • 10 feb. 2021

Pasamos por la edad del pavo como el que pasa un sarampión, creyendo que era una de aquellas enfermedades contagiosas que compartíamos con los amigos de la calle y con los compañeros del colegio.



La edad del pavo no tenía edad, era un tiempo, un estado de ánimo, una forma de mirar la vida con la boca abierta y con cara de tonto, colgados de una sonrisa a mitad de camino entre la alegría, la sorpresa y la decepción.



La edad del pavo no la diagnosticaban los médicos, sino las madres que eran nuestras doctoras y nuestras mejores psicólogas, las que siempre acertaban cuando nos miraban a los ojos. Un día, después de algún olvido incomprensible o de quedarnos mirando a las musarañas mientras repasábamos la lección, las madres justificaban nuestro despiste recordándonos que ya habíamos llegado a la edad del pavo.



A veces nuestro aturdimiento nos libraba de los castigos y después de cometer alguna pequeña falta merecedora de una reprimenda o de un día sin salir a la calle, nos concedían la amnistía de forma generosa porque no lo habíamos hecho con maldad, sino como consecuencia de ese estado de atolondramiento propio de esa edad, a medio camino entre la infancia y la adolescencia, donde nuestra batalla interna por seguir siendo niños nos empujaba a refugiarnos en los sueños, tan alejados del mundo que manejaban los adultos. 



Los niños tendíamos a hacernos más vulnerables en la edad del pavo y levantábamos nuestras propias murallas para defendernos del mundo exterior. Llevábamos aquel estigma grabado en la cara para que no hubiera dudas, como una bandera que iba anunciando al mundo nuestra severa turbación. 



Las niñas llevaban mejor aquella travesía del desierto y pasaban de puntillas por esos años difíciles. Cuando nosotros alcanzábamos el grado superior y los síntomas de la edad del pavo nos cubrían hasta las cejas, ellas empezaban a hacerse mujeres.  Y allí íbamos nosotros, con nuestro pavo a cuestas, dispuestos a quedarnos embobados viendo una nube pasar, a reírnos de cualquier cosa sin motivo o a que el maestro nos lanzara desde lejos la tiza cuando descubría nuestro estado de embriaguez mental mientras él se esforzaba en explicarnos la lección. “A ver, repite lo que estaba diciendo”, nos decía el maestro, mientras que a nosotros se nos venía todo el firmamento encima y nos poníamos colorados como cuando alguna niña nos miraba directamente a los ojos. 



En ese estado fatídico de ingravidez permanente nos sonrojábamos por todo: cuando el maestro nos llamaba la atención, cuando una tía a la que no veíamos desde hace meses nos recordaba que estábamos hechos unos hombres, y sobre todo cuando una compañera de clase o una amiga del barrio nos agarraba de la mano o nos regalaba un beso.  La crisis existencial que caracterizaba a la edad del pavo se multiplicaba cuando una niña nos revolvía los cajones del corazón. Entonces nos hacíamos más solitarios en nuestras casas, nos molestaban más los adultos y nos quedábamos colgados de nuestros pensamientos hasta cuando estábamos sentados ante la mesa del comedor. “Quieres comer ya”, decían nuestras madres. “En qué estarás pensando”, nos repetían una y otra vez, mientras apurábamos la última cucharada para salir corriendo, meternos en nuestro cuarto y dibujar un corazón pequeño con dos nombres para que nunca nadie lo descubriera.



La edad del pavo no se superaba con pastillas ni con paños calientes, ni haciendo un curso acelerado de madurez. Solo se curaba con el tiempo. La primera sombra en el bigote, el cambio de voz, que empezaba a hacerse un poco más ronca, y aquellos malditos granos que nos salían en la cara, subrayaban un poco más nuestro estado de desconcierto absoluto. Siempre había algún gracioso, mayor que tú, que cuando nos llenábamos de barrillos nos diagnosticaban que nos habían salido por tocarnos tanto, una reflexión que nos avergonzaba delante de los amigos del grupo, ya que nos dejaba al descubierto.


Yo siempre tuve la impresión de que por esas aguas pantanosas de la edad del pavo se navegaba mejor si te criabas en una familia con muchos hermanos y tenías alguno mayor que tú que ya había recorrido ese mismo camino. Sin embargo para los niños que crecían siendo hijos únicos la travesía se hacía más amarga y la edad del pavo les podía llegar hasta el día en que se iban al servicio militar. Recuerdo que en mi época había padres que apuntaban a sus hijos en organizaciones como la OJE para que salieran de las faldas de la madre, para que vieran mundo, para que convivieran lejos de la protección del hogar, para que aprendieran a buscarse la vida, para que se espabilaran y superaran de una vez la enigmática edad del pavo.



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