Aquella recta de Tabernas

Era una carretera que dividía como un lanzazo el pueblo y el paisaje más árido de Europa

Imagen de la N-340 a su paso por Tabernas un día de junio de 1984, cuando aún no estaba construida la Autovía del Mediterráneo
Imagen de la N-340 a su paso por Tabernas un día de junio de 1984, cuando aún no estaba construida la Autovía del Mediterráneo
Manuel León
11:07 • 14 feb. 2021

Hubo un tiempo en el que Tabernas era como el entreacto de un viaje eternamente repetido, que partía desde los pueblos del Levante para finalizar en el ombligo de la capital, cuando los antusos, los mojaqueros, los albojenses o los turreros tenían por narices que ir a Almería para comprar un traje de novia o para una revisión de los bronquios; hubo un tiempo, cuando aún éramos analógicos, en el que, después de la recta infinita de Tabernas, penetrábamos con el Alsina en el pueblo como una lanza y uno siempre tenía la sensación de que era como si de pronto invadiéramos la sala de estar de aquella gente pacífica que tenía que convivir con el hecho de que su calle central, por donde discurría la  N-340, fuese como la A7 de ahora.



Era ese tiempo en el que el autocar de línea era como un micromundo lleno de gente diversa del oriente de la provincia, que había madrugado para coger plaza rumbo a la metrópoli. Zigzagueábamos por las curvas de Los Castaños, dejábamos atrás los chorreones de Sorbas e ingresábamos en ese paisaje  pelado, salpicado por el verdor de algún olivo despistado que se transformaba más adelante en un escenario lunar de ramblas secas, mientras el chófer sintonizaba en la pletina el Diario Hablado de Radio Nacional de España. 



Era el momento en el que alguien vomitaba y en el que siempre  había otro alguien que gritaba ¡abridle la ventanilla!; el punto del camino en el que ya medio autobús sabía a qué iba a Almería el otro medio.



Porque antes se hablaba en los autobuses, porque no había más distracción que el hablar sin malicia o el mirar por la ventana el desierto puro y duro, con las ruedas del autobús chirriando en el peralte con la sensación inevitable de caer por una barranquera. Hay quien iba a la doctora Carretero a que le quitaran al abuelo una catarata;  o a comprar los primeros zapatos de tacón para la niña; o  a inscribirse en la caja de reclutas para hacer la mili.



Viajaban mujeres con canastos de mimbre y olor a agua de colonia, hombres morenos  fumando tabaco barato, niños mirando con ojos como platos porque no habían aprendido aún lo que era la vergüenza, adolescentes en busca de ropa de marca en Marín Rosa, abuelas ilusionadas con el traje de comunión del nieto en el Sindicato de la Aguja.



 Todo eso rondaba por la cabeza de los viajeros cuando el Alsina entraba en la calle principal de Tabernas,  dejando atrás las solitarias torrenteras de Sergio Leone, para asistir en un instante fugaz a un nuevo paisaje con figuras como el que se aprecia en la imagen de arriba: la mujer con un luto perpetuo, como el de la Casa de Bernarda Alba, es Carmen la de la Joya, quieta, con las manos atrás, con la cabeza tapada por el pañuelo negro, mirando como quien vigila un bancal, a su lado sube la calle principal del pueblo Pepe Nieto con unos papeles, con cara de atareado; encima de la acera y de perfil fuma un cigarro José Camacho el electricista, otra mujer baja con una bolsa por la sombra enfrente de su vecina Piedad la Caraca.  



Al fondo se ve la moto de Román y la larga travesía por donde, hasta los años 90, tenían que pasar a la fuerza todos los vehículos que quisieran llegar a la Puerta Purchena. 



En la foto no está, pero debería haber estado, Mercedes la Pincha,  una institución en ese pueblo nombrado como el más árido de Europa. En ese esquinazo se apostaba a diario esa mujer con su capacho de  caramelos y su mantón cubriéndole la espalda. 


Ahí está también retratado y haciendo esquina el bar de Rafael Campana, que ahora es la tienda de Carmela Salina, donde lo mismo se tapeaba que se jugaba al billar y más arriba, aunque no se ven, los célebres Caños de Juan Moya, donde un día, con un sol redondo en el cielo,  se refrescara Tico Medina entre mujeres llenando de agua cristalina los cántaros de arcilla y arrieros abrevando los asnos. 


Más arriba estaba la casa de Paco Ruiz, la tienda de Manuel el Serapio, en un tiempo en el que Tabernas era como un fielato rural, como la estación del cambio de agujas de un ferrocarril europeo, aunque no brincara de 3.000 habitantes; una Tabernas en la que aún palpitaba su viejo casino, en la que jóvenes patilleros bailaban en La Herradura, donde Paco Laynez era el retratista oficial de bodas y comuniones, donde el Castillo, donde dicen que una noche pernoctaron los Católicos Reyes, vigilaba desde  arriba a los de abajo.


Era esa Tabernas rural, la misma que mucho antes estaba cercada de atochares que se arrancaban con una hoz y cuyo esparto se majaba, se empacaba y se llevaba en carros hasta Almería, hasta los tinglados portuarios de los Spencer o de los Terriza rumbo a Inglaterra para convertirse en papel timbrado; la misma donde había llegado el cine, los rodajes de más de 200 películas, donde aparecían esas higueras con las ramas estiradas como crucifijos, esos terrenos ulcerosos donde llegaban a pasar dos años sin caer gota, ese cine que lo mismo que llegó se fue, dejando como reliquia un poblado del Oeste para demostrar que ese frenesí de disparos y bailes en cancán fue real.  Esa travesía N-340 tan legendaria en la provincia, se llamó muchas décadas antes calle Real, donde estaba la casa de Pepe el de la Botica, el taller donde Enrique herraba las bestias, la tienda de Tomás quien tocaba el órgano en la iglesia, la  redacción del periódico El Defensor de Tabernas. 


Ahora, por allí, lo que se ve son tiendas como El Corte Chino, cafeterías como la de Pepitor y oficinas bancarias de todo pelaje. Ya no pasan alsinas porque la Autovía le quitó el alma a ese rincón por donde media provincia tenía que pasar para ir a la otra media.  Ya Tabernas suena un poco a chino para las nuevas generaciones, como aquella populosa Venta del Compadre,  parada y fonda de carros y tartanas primero y de autocares y turismos después, donde un señor con sombrero de cowboy alivió el hambre y la sed a tanto arriero, a tanto cosario, a tanto viajero que iba camino de la calle de Las Tiendas de la capital. 


Solo por probar aquel glorioso jamón que servía en plato ancho el patrón, merecían la pena esos tortuosos viajes a Almería de dos horas y media de autobús con parada en Tabernas.


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