El amor era el primer secreto que teníamos en la vida, un sentimiento que era únicamente nuestro, que no podíamos contarle a nadie, ni siquiera a la persona de la que nos enamorábamos.
Aquel primer amor de infancia era un amor silencioso, que anidaba en un lugar de nuestro cuerpo que hasta ese momento no cocíamos, un rincón entre el corazón y el estómago donde íbamos masticando ese sentimiento sin llamar la atención.
A veces, en un momento de aburrimiento en la escuela, mientras nos quedábamos colgados de un pensamiento, dibujábamos un corazón en la libreta, siempre con lápiz para poder borrarlo inmediatamente. Aquellos primeros amores de infancia duraban a veces lo que tardábamos en pasar la goma sobre el dibujo del corazón y al día siguiente ya estábamos preparados para enamorarnos otra vez.
Esa primera tentativa de enamoramiento, que surgía entre los siete u ocho años, era un amor lleno de pureza, tan inocente que ni nos atrevíamos a mirarla a los ojos. Era un amor sin salida, abocado al fracaso, una batalla perdida que nos dejaba la primera herida en el pecho.
Qué distinto era aquel primer escarceo infantil, inmaculado y estéril, que el amor que descubríamos unos años después, cuando rozábamos la edad de la adolescencia. En ese tránsito de una edad a otra pasábamos por los amores de portal y escaleras, que a veces eran anónimos, desconocidos, a salto de mata. Entre juegos acabábamos con la amiga de una vecina dándonos besos en la oscuridad de un portal, con el corazón acelerado por ese instante y por la posibilidad de que en ese momento bajara la madre y nos descubriera.
Uno de los grandes delitos de la infancia era que te descubrieran besando a una niña, y tal vez por eso nos gustaba tanto arriesgarnos. Éramos conscientes de que rozábamos el infierno que nos anunciaba el cura los sábados por la tarde en el confesionario, pero en ese instante de pasión teníamos también la sensación de que al cielo y al infierno se entraba por la misma puerta.
De niños nos enamorábamos sin esperar nada a cambio, como el que se queda prendado de un pastel en la escaparate de una confitería con los bolsillos vacíos. Pero pronto cambiaban las tornas y aquellas pasiones no resueltas se culminaban cuando por primera vez éramos correspondidos.
La fuerza del primer amor era su naturaleza de descubrimiento, de entrar en un territorio donde todo ocurría por primera vez, con tanta fuerza que llegábamos a creernos de verdad que aquello era para siempre. Cada día era un descubrimiento y cada minuto una conquista. El primer paso era acercarse a la persona que te gustaba y preguntarle que si quería salir contigo. Necesitábamos su permiso para seguir avanzando. Qué mal rato pasábamos cuando llegaba ese momento de incertidumbre, de no saber si nos diría que sí o se decantaría por nuestro mejor amigo.
Cuando empezábamos a salir de forma oficial descubríamos de repente una extraña vocación por el cine, sobre todo por la soledad de la sala y por la oscuridad de la última fila. Salir con una niña nos autorizaba a cogernos de la mano cuando nos salíamos de las miradas de la ciudad y nos íbamos a pasear por el Parque y a besarnos mientras escuchábamos de fondo la llegada del Séptimo de Caballería.
Estábamos enamorados de verdad. No como cuando éramos niños y nos moríamos de amor en silencio. Esta vez era un amor compartido, un manojo de ilusiones que nos dejaban cara de tonto y nos alejaban del grupo de amigos y de las obligaciones escolares. Solo pensábamos en estar con ella, en ir a recogerla a la salida del instituto, en que llegara el domingo para volver a escondernos en la penumbra de un cine cualquiera.
A todo primer amor le llegaba su San Valentín, que nos empujaba a hacer algo distinto, a tener un detalle aunque tuviéramos las alforjas vacías. Algunos echábamos mano del recurso epistolar y nos atrevíamos a escribir nuestra primera carta, que era una forma de mostrarle nuestro amor de manera ordenada y con buena letra. En las cartas de amor íbamos esparciendo los sentimientos sobre un papel en blanco y al final rematábamos el escrito con un corazón.
Aquellas emociones de las primeras cartas de amor las recuperamos años después, cuando nos fuimos a estudiar fuera o cuando nos tocó hacer el servicio militar. Las cartas desde la lejanía se escribían con una sobrecarga de emociones y nos pasábamos los días esperando a que llegara el cartero. Aquellas cartas de amor a distancia se leían en la soledad más profunda y a veces con los ojos llenos de lágrimas.
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