El oficio se acababa, pero todavía, en los barrios, sobrevivía la figura del cochero de caballos que paseaba su estampa antigua por unas calles hostiles. Casi todos los niños de hace cincuenta años conocíamos a alguno de aquellos aurigas de la supervivencia que guardaban el carro y el caballo en viejas cocheras de casas antiguas que como el propio oficio, estaban a punto de desaparecer.
Para nosotros, era todo un espectáculo asistir a ese ritual que se desplegaba todas las mañanas cuando el cochero preparaba el vehículo para salir a trabajar. Nos gustaba contemplar con qué parsimonia cepillaba el lomo del caballo y le arreglaba la crin como si fuera una novia. La cuba metálica donde bebía el animal, aquel morral desgastado donde le echaba las algarrobas del desayuno, la lamparilla de aceite con la que iba embadurnando los ejes del carro.
Los coches de caballos también los utilizábamos para jugar. El entretenimiento consistía en engancharse en la parte trasera como polizontes callejeros, sin que el chófer se diera cuenta. Cuando al atravesar una calle alguien le advertía de los pasajeros que llevaba detrás, el cochero desenfundaba el látigo y nos espantaba como a las bestias.
Conocimos los últimos rescoldos de la profesión y a los pocos profesionales que intentaron soportar la feroz competencia de los coches de motor en unas calles donde ya no había cabida para los cocheros. Molestaban porque con su trote lento iban entorpeciendo el tráfico y molestaban porque ensuciaban las avenidas de boñigas y le daban a la ciudad un olor que no se correspondía con una población que quería ser moderna para atraer el turismo.
Nadie quería tener una parada de coches de caballos cerca de su casa, ni a comienzos de los años setenta cuando el oficio estaba en retirada, ni un siglo antes, cuando los cocheros eran imprescindibles. Eran necesarios, pero molestaban y de ahí el continuo trasiego de las paradas de un lado a otro de la ciudad donde pudieran ejercer su trabajo sin la presión de los vecinos que no los querían tener cerca.
Los cocheros eran imprescindibles, pero nunca tuvieron buena prensa y estuvieron casi siempre bajo sospecha debido a las molestias que la presencia constante de los coches de caballos causaban en la población. Los orines y los excrementos de los animales ensuciaban las calles y allí donde había una parada, también surgía un conflicto.
En algunos casos se llegaron a organizar auténticos motines en contra de los cocheros, como el que ocurrió en 1884, cuando los vecinos de la Plaza de Santo Domingo se presentaron ante el alcalde, Juan José de Oña y Quesada, pidiéndole el inmediato traslado de la parada a otro lugar menos habitado. Se quejaban de que el lugar se había ido deteriorando por culpa de las malas costumbres de los cocheros. Decían que los bancos de piedra que rodeaban la parte central de la plazoleta servían de mesas “a los cocheros y sus amorosas cónyuges”, que al terminar el banquete dejaban los asientos llenos de charcos de salsa de pimentón, que impedía a los paseantes sentarse a tomar el fresco. Pero lo que más indignaba a los vecinos era la falta de sumideros alrededor de la plaza, capaces de absorber los orines de los caballos, lo que provocaba la formación de grandes lagunas de aguas corrompidas que hacía imposible hacer vida en la calle, sobre todo en las noches de verano, cuando el calor obligada a la gente a dormir con las ventanas y los balcones abiertos.
La parada de coches que por esos años existió en la Plaza de San Pedro, también fue objeto de las más duras críticas por parte del vecindario, que en más de una ocasión denunció en el ayuntamiento la escasa presencia de policías por la zona para evitar los escándalos, que según ellos, eran habituales entre los cocheros que se quedaban en el servicio de noche. Los acusaban de discutir en voz alta, “sin importarles el descanso de los vecinos” y de provocar juergas “con mujeres de vida alegre” hasta altas horas de la madrugada.
En 1896 estalló el conflicto con los habitantes de la Plaza de la Catedral y con los devotos que a diario visitaban el templo. Aunque se trataba de una parada pequeña, con cuatro o cinco coches de caballos, los vecinos denunciaban que los cocheros se unían a los “golfos” que acudían al lugar a jugar a la pelota, transformando la pared de la iglesia en un frontón, sin respetar a los transeúntes que pasaban por allí camino de Misa.
También llegaron quejas de los comerciantes de la Puerta de Purchena, pidiendo al ayuntamiento que se hiciera responsable de recoger los excrementos de los caballos que hacían intransitable la zona, perjudicando los intereses de sus negocios.
A partir de entonces, el marcaje municipal sobre los cocheros fue más estrecho y las ordenanzas municipales más exigentes. En 1902 los obligaron a llevar una indumentaria más aseada, a usar gorras con el número de licencia y les prohibieron jugar a las cartas en la vía pública, cantar en voz alta, encender hogueras y utilizar braseros en las paradas.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/209464/la-batalla-de-los-cocheros-de-caballos