Mientras que el Parque Viejo se aferra a las sombras de sus árboles, convertido en un evacuatorio canino, el llamado Parque Nuevo languidece desde hace décadas, transformado en un escenario despersonalizado, perdido entre dos carreteras.
La identidad de un parque se basa en sus silencios y en sus alborotos: los silencios necesarios para ir a pasear, a tomar el sol, a sentarse debajo de un árbol a leer un periódico; los alborotos naturales de los niños con sus juegos. El Parque Viejo hace mucho tiempo que no tiene ni silencios ni alborotos, pero sí ese ruido incesante de los motores de los coches que cruzan por la Carretera Nacional 340.
Qué lejos quedan los días de esplendor, cuando el Parque y el Puerto formaban una unidad, un gran escenario que era el patio de recreo de la ciudad, cuando las noches de Feria pasaban ineludiblemente por los jardines y por los bancosdel Parque, que entonces olían a algodón dulce, a bocadillos de salchichas y a morcilla caliente.
Se puede decir que existía entonces un Parque con tres semblantes distintos. Había un Parque de días de diario que pasaba desapercibido; un Parque de domingos lleno niños hambrientos de sol y tierra y de novios paseando de la mano, y un Parque del día de Reyes, cuando de pronto, aquel lugar se transformaba en una colmena de niños, de padres y de madres, envueltos en una excitación de juguetes recién estrenados.
Para los niños de los años sesenta el Parque Nuevo fue un territorio común en las mañanas festivas. Si el Parque Viejo era más de veranos por las frondosas sombras que daban sus árboles, el Parque Nuevo fue el refugio de los inviernos cuando las familias salían con los niños para que jugaran un rato y tomaran el sol. Se decía entonces que aquella zona era muy saludable porque además de los beneficios del sol los niños se aireaban con la brisa que llegaba del mar, que abría el apetito y reconfortaba el espíritu. Allí acudían también los últimos retratistas callejeros que vimos por la ciudad con el carrillo del caballo donde se montaban los pequeños para ser fotografiados. Niños con sus ropas de fiesta, oliendo a recién lavado y a colonia infantil, en una época en la que había una ropa para los domingos, una para el colegio y otra para salir a la calle a jugar. Niños que arrastraban la timidez de una época y que miraban desconfiados y con mala cara al desconocido que se ponía delante con la cámara y les decía: “Mira, mira el pajarito”...
Por el Parque merodeaban los vendedores de globos y cornetas, el hombre de las pipas y el de los caramelos, con sus cestas de mimbre colgadas del brazo pregonando sus mercancías con voces roncas. Allí descubrimos los primeros chicles, que fueron nuestra primera conquista de niños grandes.
Los niños de los años setenta llevamos el aroma de los chicles metido en el alma como el perfume de aquel tiempo de juegos en el Parque y sesiones de cine. Vivimos la revolución del chicle, que nos llegó de todos los gustos y de todos los colores. Había un chicle duro, de batalla, que era de la marca Bazoka, macizo como rueda de camión, que tenía un sabor áspero y nos obsequiaba con la sorpresa de una historieta y de algún regalo que daban por coleccionarlas. Las primeras bolsas de deporte que vimos fueron las que regalaba el chicle Bazoka, azules y blancas, con la silueta de Joe, el personaje que le daba vida a la marca.
A finales de los años sesenta, el Parque fue perdiendo protagonismo, quizá porque la gente joven se cansó de la monotonía de los inocentes paseos dominicales y los cambió por los guateques de las casas, donde la música y el espacio jugaban a favor de los instintos.
En enero de 1967, el Ayuntamiento intentó que el lugar recuperara el carisma de punto de encuentro que había comenzado a perder y tuvo la idea de habilitar, en la zona nueva, junto a la fuente de los Peces, un Parque Infantil con atracciones para los niños. Se instalaron toboganes, columpios y balancines giratorios y se rodeó la plazoleta con esplendidos jardines y bancos corridos de piedra. El recinto se inauguró para el día de Reyes y una semana después, ya había sufrido los primeros destrozos.
Había empezado el declive del Parque, un deterioro que se fue haciendo mayor en los tiempos de la Transición, cuando con la libertad se abrió la veda de la delincuencia callejera, cuando ir de noche al Parque se convirtió en una aventura peligrosa. Desde entonces ni el Parque Viejo ni el Parque Nuevo lograron recuperar la vida que tuvieron, ni siquiera en el mes de agosto, porque la Feria también cambió de escenario. Hoy es un lugar abierto que más parece un solar que un Parque, sin ninguna seña de identidad, sin posibilidades de tener al menos un espacio de silencios.
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