Para muchos niños de los años setenta, nuestro primer pantalón largo fue uno de aquellos con pata de campana que nos quedaba tan largo que íbamos barriendo las colillas del suelo.
El pantalón de campana formaba parte de una estética que pasaba también por las melenas, por las camisas ajustadas a medio abrochar que te dejaban el pecho al descubierto, por los zapatos de plataforma que te hacían crecer varios centímetros y por los populares e incombustibles pantalones de pana que lo mismo nos servían para ir al colegio que para jugar en medio de la calle. Había un momento en el que de tanto usarlos acababan agrietándose por las rodillas, pero allí estaban nuestras madres para ponerles uno de aquellos parches de cuero que les devolvían todo su esplendor.
La moda de los setenta pasaba por los pichis femeninos, aquellos vestidos sin mangas con faldas que se quedaban a la altura de las rodillas, por las trenkas de invierno y por los anoraks azules de los días de lluvia que nos globalizaban como si fuéramos uniformados. Eran los años del despegue definitivo de los pantalones baqueros y de las populares batas boateadas para las mujeres que vendían en la primera planta de la Sirena. Los pantalones de campana llegaron a todos los barrios de Almería como la segunda gran prenda de moda que vino de la mano de la televisión después de la minifalda. Técnicamente se le conocía como pantalón de pata de elefante, ancho en la caída sobre el pie, estrecho sobre la cintura, y fue la gran revolución del vestir para la juventud de la década de los setenta.
Era una prenda asequible para todos los bolsillos, que llegó con un aire rompedor, a medio camino entre roquera y psicodélica, abierta a cualquier color por atrevido que pareciera. En aquellos años de furor, se estableció en el Paseo el empresario José María Zapata con una tienda innovadora que bautizó con el sugerente nombre de ‘Los diez mil pantalones’. El local estaba adornado con colores llamativos y una moto de gran cilindrada presidía la entrada, reclamando la atención de los clientes más jóvenes.
El secreto del éxito de este comercio se basaba en la variedad y en los precios, muy asequibles al fabricarse directamente en una factoría que el señor Zapata montó primero detrás de la iglesia de los Franciscanos, y en 1975 en el paraje conocido como el 120, en el término municipal de Huércal. Es difícil encontrar a un adolescente de entonces que no pasara alguna vez por la tienda de ‘Los diez mil pantalones’, alentado por las espectaculares ofertas de dos por uno con las que se cerraban las temporadas.
Hay una estampa muy común que definía a los muchachos de aquella época: su pantalón de campana reglamentario, su jersey ceñido o su camisa también estrecha y abierta en el pecho, el paquetillo de Ducados bien adosado a la cintura y el peine de plástico metido en el bolsillo de atrás, junto a la cartera, para no descuidar la melena.
Hasta un célebre vendedor de Iguales, conocido como ‘el Pepito’, cayó en la moda de los pantalones de campana. No era habitual en aquellos tiempos ver a un vendedor de cupones vestido a la moda, aunque lo que más extraño resultaba era que aquel hombrecillo, que iba siempre a trote rápido y gritando: “Beeeee”, como si fuera una cabra, llevara colgado en el cuello, cayéndole sobre el pecho, un collar con un ancla donde se podía leer: “Soy Pepe ‘el Play-Boy’.
Una modalidad de los pantalones de campana fueron los pantalones estampados de cuadros, que para muchos de nosotros se convirtieron en un estigma, una cruz incómoda y escasamente estética que nos colgaban nuestras madres para que fuéramos a la moda. Eran de invierno y llevaban los bolsillos en la parte trasera. Resaltaban desde lejos por sus colores tan llamativos, que respondían a los patrones psicodélicos de la época.
Cuántas mañanas de invierno empezaban para nosotros por el jersey de cuello alto, el pantalón estampado de campana y los zapatos Gorila, que llegaron a convertirse en el uniforme más habitual de los niños de clase media. También eran habituales las camisas con el cuello abrochado hasta el último botón que nos apretaban la garganta y nos daban cierto aire de niños rurales.
Los pantalones estampados de cuadros convivieron con las camisas de terlenka, los pantalones de pana de colores, los zapatos de charol y los Gorila. Los de charol eran para los domingos y los Gorila eran los de la batalla diaria. Un día a la semana había que darle una refriega con Kanfort para que brillaran como si fueran nuevos y cuando se rompían los llevábamos al zapatero del barrio.
En verano había que usar sandalias a diario, y para los festivos nos compraban aquellos zapatos blancos que llamaban Kiovas, que nos daban un aspecto de niños de Primera Comunión.
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