Al sur de la calle de la Almedina, entre la carrera de Pedro Jover y la fachada de levante de la antigua mezquita, existía desde antiguo una parcela rectángular ocupada por terrenos de labor, un escenario conocido como la huerta de San Juan.
En sus días de mayor esplendor, aquel trozo de vega insertado en el mismo corazón de la ciudad, destacaba como un anacronismo entre el bullicio de la vida del barrio y toda aquella colmena de viviendas entre el Parque y la Almedina.
En la huerta se cultivaban patatas, lechugas, tomates, rábanos, acelgas, y los tenderos del distrito frecuentaban el lugar buscando el milagro de la verdura recién cogida. Hasta los años cincuenta del pasado siglo, la huerta de San Juan estuvo dando frutos, hasta que el avance imparable de la ciudad y el empuje de la construcción acabaron acorralándola y borrándola del mapa.
Tan popular como la vieja huerta fue su lavadero, el desahogo de las mujeres del barrio que buscaban sus pilones para hacer la colada cuando en la mayoría de las casas del contorno no disponían de agua. En las épocas de epidemias, cuando la viruela, el tifus, el cólera y la gripe hacían estragos en la población, el lavadero de San Juan tuvo que ser clausurado en más de una ocasión para que no constituyera un foco de infección para los vecinos.
Como en todos los barrios antiguos de Almería, el de San Juan tuvo sus personajes famosos, tipos que por sus excentricidades eran conocidos en todos los rincones de la ciudad. Uno de los que pasó a la historia, incorporado al vagón de la memoria colectiva, fue Blas el de la huerta de San Juan, que como los viejos caballeros andantes, llevaba incorporado el nombre de su patria, la propia huerta.
En los años de la posguerra, el bueno de Blas era la alegría de los chiquillos cuando aparecía desfilando por las calles vestido de militar. No es que hubiera pertenecido a algún cuerpo del ejército, sino que se dedicaba a recoger los desechos de la ropa que tiraban en el cuartel para convertirse en un oficial de mentirijilla. Cuando Blas se colocaba los galones se inflaba de autoridad y todo aquel que se cruzaba con él en medio de la calle tenía la obligación moral de cuadrarse y hacerle el reglamentario saludo militar que se ejecuta delante de un superior.
En esos momentos en los que Blas, con su uniforme y su aire castrense caminaba por la calle de la Almedina como si acabara de llegar de una guerra lejana, los niños se amontonaban detrás marcando el paso y saludándolo como si fuera un general.
La historia de la Huerta de San Juan cambió de rumbo de forma radical cuando en los años sesenta la constructora ‘Empresa Construcciones y Promociones” empezó a adquidir los terrenos para transformar aquel paisaje rural en una manzana de viviendas.
En el mes de junio de 1966 el arquitecto Pedro Bertiz García, padre del proyecto, colocó la primera piedra de la que empezaron a nacer las cien viviendas que llenaron de bloques de edificios las entrañas de la vieja huerta. A finales de esa década, ya no quedaba nada ni de los bancales ni del lavadero ni de las pocilgas donde criaban los cerdos. Había nacido una pequeña ciudad. La calle de Alborán, que hasta entonces iba desde el Parque hasta la de Pedro Jover, se prolongó hasta la Almedina y paralela a esta avenida surgió otra calle, la de San Telmo, que desembocaba en el costado de la Mezquita de San Juan.
Cien pisos trajeron al barrio cien familias, la mayoría formada por gente joven, matrimonios de clase media cargados de hijos. Al calor de tanta vida pronto surgieron también importantes negocios que le dieron un sello muy personal a toda aquella gran manzana al sur de la Almedina. Así surgió la panaderia de Antonia Gallego, que durante décadas fue el faro del barrio, y la fábrica de helados de Adolfo, cuyo perfume fue el olor oficial de dos generaciones de niños.
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