La rebeldía formaba parte del patrimonio existencial de los jóvenes y se manifestaba de distintas maneras. Había rebeldes sin causa que no encajaban con ninguna norma, ni en el colegio, ni en la familia, ni en el trabajo, y rebeldes que utilizaban su lucha para conseguir esas pequeñas libertades que nos hacían la vida más agradable, como ganarse el derecho a llegar más tarde a casa y estirar las estrictas normas paternas.
Todos conocimos en nuestro barrio a alguno de aquellos rebeldes que cansados de la autoridad del padre se iba de la casa antes de tiempo. La mayoría de las veces lo hacía sin un rumbo fijo, sin posibilidad de sobrevivir dignamente fuera, solo por la necesidad de ganarse una porción de libertad con ese gesto tan valiente como lleno de inconsciencia.
En los primeros años setenta, cuando habíamos iniciado el camino de la Transición sin ser conscientes del cambio, los rebeldes brotaban en cualquier parte, hasta en los trancos de las aceras y en las salas de los futbolines, donde uno se podía encontrar con los antecesores de lo que hoy conocemos como ninis, adolescentes que no encontraban su destino ni en las aulas de los institutos ni trabajando.
Los ninis de entonces eran rebeldes a su manera. Su forma de sublevarse era no moviendo una pestaña del ojo y pasarse los días enteros, las semanas y los meses sin dar golpe. Su rebeldía se consumía en los cigarrillos rubios que compartían a medias mientras se jugaban la última moneda en la máquina tragaperras y en aquellos primeros porros o canutos grupales que formaban parte de la liturgia arrabalera de la época.
También era una forma de rebeldía lo que antes llamábamos ‘llevarse a la novia’. Había parejas que no podían disfrutar de su noviazgo, a veces por motivos familiares, y no encontraban otra salida que irse juntos aunque fuera con una mano atrás y otra adelante, sin oficio ni beneficio, sabiendo que la aventura iba a ser flor de un día y que más pronto que tarde ese gesto de rebeldía se les podría volver en contra cuando tuvieran que compartir las estrecheces de la casa de los suegros que eran los que acababan pagando los platos rotos.
Otra forma de rebeldía, allá por los años sesenta, fue dejarse el pelo largo. La melena no estaba al alcance de todos, porque significaba enfrentarse a la autoridad familiar en un tiempo en que llevar melena era cosa de mujeres y de maleantes. Llegaba el día en que el joven desertaba de la peluquería y se enfrentaba al momento en el que el padre, a la hora de la cena, le sacaba aquella frase que tantas veces escuchábamos decir: “¿Es que están de huelga los barberos?”.
Un caso parecido al de la melena fue el de la minifalda. Las pioneras, las muchachas de nuestro barrio que un día se atrevieron a ponerse aquella prenda revolucionaria antes que ninguna, también tuvieron que rebelarse contra la moralidad y soportar con la mirada alta las miradas inquisidoras que ponían en duda su decencia por llevar la falda por encima de las rodillas. También fueron rebeldes las niñas que se pusieron a jugar al fútbol cuando era un deporte exclusivo del sexo masculino. Recuerdo aquel equipo femenino que José Bermúdez, el dueño de la discoteca Play Boy, sacó a escena a comienzos de los años setenta. Íbamos a verlas jugar al estadio como si estuviéramos asistiendo a un acontecimiento de otro planeta.
Eran rebeldes los que decidían dejarlo todo para irse de voluntarios a la mili o lo que era más duro aún, para alistarse en la legión. En aquel tiempo hacerse legionario era como cambiar de mundo. Recuerdo a un muchacho de la Plaza Vieja que se fue al Tercio huyendo de la propia vida y que dos años después, cuando vino de permiso, parecía tan cambiado como si en vez de haber estado en Melilla hubiera aterrizado de Marte. Le pusimos como apodo ‘el novio de la muerte’, aunque no tuviera otro amor que el de los cigarrillos liados que consumía a todas horas de manera compulsiva. Muchos de los jóvenes que se iniciaron en la droga lo hicieron también como un gesto de rebeldía.
Los tiempos han cambiado tanto que aquellas formas de rebeldía se han quedado fuera de servicio. Los jóvenes de hoy no se van de casa, al contrario, la rebeldía actual consiste en quedarse todo el tiempo que puedan para seguir viviendo como reyes. Un gesto de rebeldía es hacerse un zulo en el dormitorio y dormir de día y vivir de noche, aunque la vida pase por la pantalla de un móvil o por las teclas de un ordenador.
También han cambiado las maneras de combatir la rebeldía. Un padre, hace medio siglo, te convencía rápidamente con un certero diálogo que remataba con un par de hostias incontestables. Y si no te convencía lo suficiente acababa diciéndote aquello de “si no te conviene ya sabes donde está la puerta”.
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