El ajuar era tan importante como el novio para poder casarse, por eso las muchachas se pasaban años confeccionando su propio ajuar como si tuvieran entre las manos un auténtico tesoro. El ajuar no era solo un juego de sábanas, de colchas y de ropa que había que aportar al matrimonio. El ajuar era uno de los pilares del nuevo hogar, un trozo del alma y de los sentimientos de la novia que con paciencia artesana había ido cosiendo y bordando todos sus enseres para cuando llegara el día más importante de su vida.
El ajuar era para toda la vida, como el matrimonio, por lo que merecía la pena todo aquel sacrificio de meses enteros bordando y cosiendo sin descansar. En muchos casos, el ajuar era también un trozo de la historia familiar, la herencia sentimental de la madre y de la abuela que se guardaba en un viejo baúl, entre bolas de alcanfor, esperando que llegara el gran momento.
Recuerdo, cuando era niño, que en la calle de Mariana había un taller de costura por donde pasaban muchas de aquellas muchachas para prepararse el ajuar a la antigua usanza. Con qué ilusión y con cuánto amor bordaban sobre el blanco inmaculado de las sábanas el dibujo de una flor y sus iniciales. Les faltaba grabar un corazón con los dos nombres y una flecha atravesada.
La tradición del ajuar formaba parte de nuestras vidas, aunque, poco a poco, se fuera imponiendo la ropa confeccionada que se compraba directamente en las tiendas especializadas sin necesidad de pasarse años elaborándola. En los años sesenta había un anuncio muy famoso de las máquinas de coser Sigma que decía: “¿Tiene usted una hija casadera? Tome nota: Para casarse, una mujer necesita un ajuar. ¿Por qué no ir haciéndolo poco a poco con una máquina Sigma?”. El fabricante no solo aprovechaba el ajuar de las novias, sino que también vendía su producto para el ajuar de las futuras madres: “Un niño necesita mucho ajuar: sabanitas, pañales, baberos, vestidos. Esto cuesta mucho dinero. Por eso su solución es hacerlo usted misma adquiriendo ahora una máquina de coser y bordar Sigma. Pudiendo tener una Sigma, por qué conformarse con menos”, decía la publicidad.
El problema de comprarse la máquina para hacerse el ajuar es que antes había que aprender a manejarla, por lo que eran muchas las jóvenes que se matriculaban en los talleres de bordado que todavía abundaban en la ciudad.
Un buen ejemplo de lo que era un ajuar completo fue el que confeccionó para su boda la joven Luisa Segovia Bautista, que allá por el año 1970, decidió contraer matrimonio con uno de los personajes más célebres de Almería, el famoso José Rodríguez Iniesta, conocido artísticamente como ‘el Peke’. Habían empezado a salir muy jóvenes, siendo niños, ella con trece años y él con quince, y había llegado el momento de formalizar la relación como Dios manda.
Luisa contó con la ventaja de que su padre era sastre y con que las monjas del colegio la habían enseñado a bordar. Durante meses estuvo preparando su ajuar hasta que llegó al día señalado con un botín de cuarenta sábanas bordadas, siete colchas y trece mantelerías. Todas las vecinas del pueblo de María pasaron en aquellos días previos a la boda por el domicilio de los padres de Luisa, donde quedó expuesto el ajuar como si fuera el tesoro de un farón egipcio.
Merecía la pena aquel esfuerzo ante una boda de tanto calado. La plaza de la iglesia se llenó para ver a Luisa vestida de novia saliendo de la iglesia del brazo de aquel apuesto joven que lucía el uniforme de gala de la Guardia Civil. El convite fue tan grande como el ajuar. Más de trecientos invitados tomaron parte en el histórico banquete que culminó con un fiesta en la discoteca del restaurante. Desde allí, los novios se montaron en un taxi que los llevó a Murcia, donde vivieron su primera luna de miel.
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