Hay un barrio- donde se escribió la primera página de esta ciudad- que lleva toda su vida en guerra: en guerra por salir de las cuevas; en guerra por obtener el agua corriente; en guerra contra el tracoma; en guerra contra los patrulleros argelinos que disparaban contra el casco de sus barcos. Hay un barrio en Almería -la Almería de la arena donde caen las olas, que cantaba Carlos Cano- que lleva décadas saliendo a la calle: ahí están las fotos de Pepe Mullor, de mujeres como hembras bíblicas sobre los adoquines de la Avenida del Mar frente a policías, pidiendo para que los marineros puedan seguir yendo a faenar al moro; ahí están las fotos, antes aún, de aquel don Marino que se convirtió en el primer cura obrero de la Transición fotografiando niños desnudos saliendo de las tinieblas de un covachón de Chamberí.
Hay un barrio en Almería, animado por 11.000 almas, al que al cocido aún no le han hecho todo el tocino que les adeudan, que se convirtió en arrabal cuando era centro, al que la gente va a echar fotos a sus fachadas de colores y sale pitando, al que se le ha asignado el papel pintoresco del adjetivo cuando fue durante siglos sustantivo.
El barrio de La Pescadería-La Chanca ha esperado doce años paciente a que le devolvieran su sanatorio, el sanatorio de los pescadores, el que le cerraron casi sin previo aviso. Huelgas de hambre, recogida de firmas, manifestaciones en la Puerta del viejo Casino, mujeres en delantal y hombres en camiseta, sentados eternamente en la Carretera de Málaga, frente a los restos del naufragio de su viejo ambulatorio. Les ha costado, pero los chanqueños han ganado por fin esta semana -tras más de una década- su última batalla, la batalla de su Casa del Mar.
La historia de la Casa del Mar arranca cuando una mañana de 1965, el obispo Alfonso Ródenas rociaba cada una de sus estancias con agua bendita surgida del hisopo. A ese hospital humilde que aún olía a nuevo íbamos a nacer los hijos de pescadores de la provincia. Familias de armadores, rederos y marengos de Adra, de Roquetas, de Carboneras, de Garrucha, que se desplazaban en un taxi 1.500 o en el auto de algún vecino filántropo, con la parturienta a punto de romper aguas por la recta de Tabernas, mientras el padre de lo que venía, fumaba un pitillo tras otro sudando y con la ventanilla abierta.
En ese hospital, ahora recuperado como centro de salud con cuatro primeros médicos, nacieron también todos los hijos de la mar de los barrios de Pescadería y La Chanca, desde mediados de los 60, poniendo fin a esa costumbre de venir al mundo en la cama del hogar, con el vientre de la madre frente a una palangana con agua caliente y las manos de una partera como fue Gloria Sevilla sacando al neonato.
Todo ese ritual de traer hijos al mundo se fue extinguiendo a partir de que empezó a funcionar el nuevo sanatorio de la Casa del Mar, junto a la Carretera de Málaga, con las torreones morunos de la Alcazaba a sus espaldas y enfrente el mar latino, los penachos de humo del Melillero y las mismas crestas del Gurugú en lontananza cuando no hacía boria.
Por la construcción de ese centro médico, de ese sanatorio, aspiración de la clase pescadora, de la gente con las manos rugosas y morenas de remendar, lucharon los abuelos y los padres, tanto como ahora los nietos por su reapertura tras una década varado frente al viejo Varadero.
Tras años de concentraciones, manifestaciones, huelgas de hambre, pancartas, recogida de firmas y encadenamientos de los vecinos de ese barrio donde empezó la ciudad, la Junta de Andalucía acaba de abrir las puertas del Centro, para que una comunidad entera que habita casas de colores, que canta y baila flamenco al atardecer, vuelva de nuevo a sonreír frente a la bahía.
La primitiva Casa del Mar empezó a hacerse realidad cuando la Cofradía de Pescadores, presidida por Pedro Cazorla, compró un solar a pie de carretera, bajo el Camino Viejo y lo donó al Instituto Social de la Marina para agrupar todos sus servicios sanitarios y sociales. Una labor que inició Alfredo Saralegui, un santo varón que fue Comandante de Marina antes de la Guerra y que consiguió crear el Pósito de Pescadores de Almería y el subsidio para que los ancianos marineros que no tenían familia no murieran de miseria a la vejez.
En 1961 se anunció la construcción bajo la dirección del arquitecto Javier Peña. Durante cuatro años se dilataron las obras del edificio, que aparecía como un galeón varado junto a la carretera cuando los pescadores del barrio volvían del Puerto tras echar el jornal, con los pantalones arremangados, como los apóstoles en el mar de Galilea, camino de sus casitas chatas, algunos con un fandango en los labios y soñando con ver terminada algún día su Casa del Mar.
Ese viejo anhelo se cumplió una mañana abrileña de 1965 cuando el ministro de Trabajo, José Romeo Gorría, que había llegado en el tren expreso de Madrid -aún no había aeropuerto- cortó la cinta inaugural y largó esos discursos grandilocuentes que tanto se estilaban entonces, asegurando que era el “ministro del proletariado” y que “el Caudillo velaba cada día por los almerienses”. Es decir, lo mismo que decía -cambiando el gentilicio- en Santander, en El Ferrol o en Algeciras. La explanada del Puerto y los malecones se habían llenado de cientos de gentes de la mar de toda la provincia con pancartas de agradecimientos y vítores en los labios, junto a una formación de alumnos de la Escuela de Orientación Marítima.
La Casa del Mar quedó oficialmente inaugurada cuando el obispo Ródenas roció el agua bendita y cuando apareció el capellán, Pedro Pizarro, el cura de San Roque, Marino Álvarez y las monjitas con esa especie de gaviotas disecadas en la cabeza.
El ministro impuso la Medalla al Mérito al Trabajo a la venerable anciana de 89 años Encarnación Escánez, que había perdido a tres hijos y a dos yernos en el naufragio del María Enriqueta y que se tuvo que quedar a cargo de 23 nietos. También prometió apoyo para la operación de oído de la joven Elvira Quero, hija de pescador, tras haber recuperado la vista en una operación en la clínica de Barraquer.
Tras unas pocas horas, clausuradas con un opíparo almuerzo en el Club de Mar, agasajado por el Gobernador Luis Gutiérrez Egea y por el alcalde, Antonio Cuesta Moyano, el gerifalte se fue con viento fresco rumbo a Málaga.
Almería ya tenía su casa del Mar, la misma que ahora vuelve a tener; los marengos, las familias de Pescadería ya tenían su sanatorio, su quirófano, su sala de rayos X, sus médicos como don Manuel de Oña y don José Abad y sus matronas dispuestas a seguir ayudando a alumbrar hijos de pescadores con el apoyo de las religiosas que vivían en el ático.
Cuentan en el barrio que uno de los primeros internos en el sanatorio fue un marinero noruego con calenturas que se enamoró de los ojos de una de las monjas más jóvenes y al que no había forma de sacar de las sábanas con el alta médica.
Desde entonces y durante cuatro décadas, la Casa del Mar se fue convirtiendo en parte sentimental de ese barrio consagrado al gremio de mareantes, puesto que allí nacimos muchos de los que ahora vemos cómo ha vuelto a renacer cual Ave Fénix.
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