Tenía impregnado el olor de la ropa recién planchada y un perfume discreto de mujer que se fugaba a la calle cada vez que alguien abría la puerta. Aquel taller de la Plaza de San Pedro olía a jabón de palo, al milagro de la ropa limpia que esa noche iba a abrigar los dormitorios de alguna familia importante de la ciudad. En ningún otro sitio olía tanto a hogar como en aquellas habitaciones donde las planchadoras estiraban la ropa pliegue a pliegue, con la ternura con la que se roza a un niño.
Al frente del taller estaba Lola González García, que formaba parte del local, como las antiguas planchas de carbón que hasta el último día estuvieron adornando las repisas de madera. Ella era la historia del taller, donde entró en 1917, antes de cumplir los catorce años. Entonces, el negocio lo llevaban a media dos cuñadas, Candelaria Pérez e Inés Rueda, que se habían ido dejando su juventud trabajando sin descanso día y noche, sin domingos, sin días de fiesta. Allí consumieron sus vidas allí fueron perdiendo la vista hasta terminar ciegas de tanto forzar los ojos.
Lola entró de aprendiz y como aquellas dos mujeres no habían tenido hijos, terminaron por acogerla como si fuera parte de su familia, la hija que Dios no les había dado. El día que las dueñas ya no pudieron estar al frente del establecimiento, lo dejaron en manos de Lola para que le diera continuidad. El taller ocupaba la planta baja de una de las casas de la cara oeste de la Plaza de San Pedro, cerca de la entrada a la calle de Torres. Tenía una puerta de cristales y amplios ventanales desde donde se podía ver toda la glorieta y la calle Castelar.
El negocio estaba bien situado y contaba con la mejor clientela de la ciudad, familias acomodadas que no tenían la costumbre de lavar y planchar en sus casas y preferían el servicio eficaz del taller de doña Lola. También le planchaba al Hotel Simón, que en los años veinte y treinta era el único ‘parador’ de lujo que existía en la ciudad, y al Regina, un hotel más modesto, situado en la Plaza Flores.
Los grandes empresarios de las minas y de la exportación de uva que llegaban a la ciudad a cerrar sus operaciones comerciales, paraban en el Simón, así como los artistas de renombre que venían a actuar al Cervantes y los toreros que llegaban en los días de Feria. Las camareras del hotel iban todas las semanas al taller de las planchadoras a llevarle la ropa de los clientes, trajes y vestidos que había que tratar con la máxima sutileza. Las prendas las lavaban en un pilar que existía en el patio de la casa. Las más delicadas las repasaban con agua de lluvia que tenían que ir a cogerla al pozo de la Funeraria Vieja, de la calle Real.
Para llegar al pozo del agua de lluvia había que atravesar, con el consentimiento de don Alejandro Andrés, el propietario de la funeraria, la habitación donde el carpintero construía los féretros, y allí, en un pequeño patio que también se usaba como trastienda, aparecía el aljibe del que se decía que era del tiempo de los árabes.
Nada quitaba las manchas ni le daba blancura a la ropa como el agua bendita que salía de aquel pozo misterioso de la tienda de difuntos. Las muchachas del taller transportaban el líquido en un recipiente de porcelana con el cuidado del que lleva en sus manos un tesoro.
La vida de Lola González estaba en aquel taller; era su templo, su negocio y la casa donde se criaron sus dos hijos, Julio y Tomás, entre sábanas, ropa limpia y manos de mujer. Porque en aquellas habitaciones, convertidas en el gineceo del barrio, siempre reinaron las mujeres. Unas trabajaban y otras se pasaban a llevar los encargos o simplemente a sentarse un rato a conversar o a escuchar las canciones de la radio, que con tanto atino interpretaban las planchadoras mientras terminaban la faena.
En el taller de Lola González se trabajaba de día y de noche. En la posguerra, cuando se iba la luz un día sí y el otro también, planchaban a la luz de un quinqué, a veces hasta bien entrada la madrugada. Cuando se acercaba la Feria, había jornadas en las que apenas dormían dos horas, empujadas por la obligación de tener a punto los trajes de gitana.
En los años cincuenta, cuando el negocio empezó a perder fuerza y había menos volumen de trabajo, las muchachas del taller convertían la habitación más grande en un salón de baile y organizaban los primeros guateques domingueros de la época.
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