El 29 de junio, festividad de San Pedro, era uno de los días señalados en rojo en el calendario de Rodalquilar. Las mujeres se levantaban temprano, escuchaban el sermón de don Felipe en la iglesia, preparaban las cestas de la comida y antes de las diez, ya estaban en marcha.
Las familias de los mineros cogían el sendero que llevaba hasta la cala de Piedra Negra, la playa de la gente humilde. Los jefes, los ingenieros, los que estaban varios escalones por encima en el escalafón social del poblado, se montaban en los coches y se iban a pasar el día al Playazo.
Por la tarde, con dos guitarras y una bandurria se organizaban bailes en el bar del Pintao o se iban a Las Hortichuelas, a la casa de Manuel Elías. Allí, al aire libre, se ponían sillas para los mayores y en medio de la plaza se improvisaba una pista de baile para los jóvenes, que danzaban hasta que la luna de medianoche les indicaba el camino de regreso.
El poblado minero fue construido a finales de los años cuarenta gracias a la iniciativa de Ramón de Rotaeche, presidente del comité de empresa de ADARO. Se levantaron sesenta viviendas, un economato, una iglesia, una farmacia, un consultorio médico y cuatro escuelas para atender a los cerca de quinientos niños que llegó a tener Rodalquilar. Por la mañana, cuando todos los hombres trabajaban en los cerros, la banda sonora del pueblo eran las voces de los escolares que, a coro, cantaban la tabla de multiplicar o rezaban en voz alta el Padre Nuestro.
Llegaron familias de todos los rincones de Almería, alentados por el atractivo de los salarios y las mejores condiciones de vida que ofrecía la empresa. Era una forma nueva de vida, en una zona de futuro, en un pueblo por hacer.
Antonio Carlos Martínez Collado fue uno de esos jóvenes que un día dejó la capital, atraído también por la fiebre del oro y la posibilidad de una vida mejor. Había nacido en 1926 en el barrio de las Almadrabillas, en una casa humilde que estaba frente al economato de la fábrica de Oliveros, en la actual Avenida de Cabo de Gata.
Sus primeros juegos tuvieron como escenario aquellos espacios abiertos al mar, bajo los hierros del Cable Inglés, donde los niños se ponían para ver pasar los vagones cargados de mineral que iban a derramar su mercancía en el vientre de los barcos que aguardaban al final del cargadero. Por allí corría de la mano de su hermano Juanito, el mayor, con el que tanto compartió. Juanito trabajaba de tramoyista en el Teatro Cervantes y tuvo que hacer las veces del cabeza de familia cuando en 1941 falleció su padre, Juan Martínez Lucas. Fue una de las víctimas de la represión franquista y pasó sus últimos días de vida preso en la cárcel del Ingenio. No fue el último golpe que el destino le tenía reservado a la familia. Siete años después de morir su padre, Juanito, el tramoyista, perdía la vida por una fatídica peritonitis.
Sin padre y sin la referencia de su hermano mayor, Antonio Carlos no tuvo otra salida que aceptar la oportunidad que se le presentaba en Rodalquilar, donde encontró un buen puesto de trabajo destinado en la machacadora de mineral y en la enfermería de la planta de Adaro, gracias a unos cursillos de enfermería que terminó con éxito.
‘El Carlos’, como lo conocían los mineros, se convirtió en uno de los personajes más populares del pueblo, no sólo por su carácter generoso y sus actitudes como obrero, sino por sus cualidades como portero en el equipo de los mineros.
El fútbol era un bálsamo en sus vidas, una válvula de escape para evadirse de las agotadoras jornadas de trabajo, de los pequeños problemas diarios de los hijos, de la familia, del incierto porvenir. Aquel equipo formado por mineros llevó el nombre de la empresa Adaro y en 1959 consiguió el título de campeón provincial.
Un día, a comienzos de 1967, todas aquellas gentes que ocupaban las casas y vivían de lo que extraían de la tierra tuvieron que hacer las maletas y buscar otros horizontes para poder seguir adelante. Las minas de Rodalquilar habían dejado de ser rentables. La empresa Adaro, que se había encargado de su explotación desde 1942, decidió cerrar y dirigir sus inversiones a otras latitudes. Atrás quedaron más de veinte años de esplendor, en los que el oro dio riqueza a la zona y permitió la construcción de un gran pueblo en el que llegaron a vivir más de mil quinientas personas.
‘El Carlos’ cogió a su mujer y a sus tres hijos, y junto a varias familias de mineros almerienses se marchó a las Minas de Potasa de Navarra a seguir trabajando. A pesar del tiempo que ha pasado, si usted le pregunta a algún viejo minero del lugar por ‘El Carlos’, seguro que todavía mantiene vivo en su memoria el recuerdo de aquel minero futbolista, delgado, elástico y valiente, que se pasó media vida soñando con poder regresar algún día a su tierra.
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