Antes de que los escaparates del Paseo anunciaran la nueva temporada, antes de que las últimas bocanadas de frío tocaran retirada y se guardaran en el armario los abrigos y las gabardinas, aparecía por las calles el humilde carro del heladero, que como un heraldo del buen tiempo iba pregonando el verano por las esquinas.
Su presencia era un anticipo de las vacaciones de Semana Santa. Los domingos, el heladero buscaba el tumulto del Parque y la pasarela del puerto, donde en las mañanas de sol se juntaba toda la vida de la ciudad. Por las tardes, el negocio estaba en la puerta de los cines, que siempre se llenaban los días festivos, y en el Paseo, donde iban las parejas a ver los escaparates.
El negocio se hacía más duro los días de diario y no había otro destino para los vendedores ambulantes que la puerta de los colegios y la acera principal del instituto. El heladero del instituto se colocaba justo delante del pórtico de entrada y allí se pasaba las horas muertas esperando la salida de los alumnos. Era un trabajo de paciencia y de mucho frío. Las mañanas de abril eran complicadas en la calle Javier Sanz cuando se metía el viento de poniente y las esperas se hacían interminables.
Allí estaba el pobre heladero, con su chaquetón de marinero subido hasta el cuello, con la boina calada hasta las cejas y con un cigarrillo entre los labios que le calentaba el ánimo. Cuánto costaba ganar una peseta entonces, a veces toda una mañana para llevarse un botín exiguo y seguir viviendo.
La mayoría de aquellos heladeros ambulantes eran empleados a sueldo que no llegaban ni a tener un contrato de trabajo con la empresa que fabricaba los helados. Llevaban una comisión por la mercancía que vendían, por lo que el día que llovía y no podían salir a trabajar, regresaban a su casa con los bolsillos vacíos.
Los que trabajaban todo el año, sin depender del frío o del calor, eran los carritos de los caramelos, que formaban parte del paisaje de nuestras plazas y de las puertas de los colegios. Para los niños de entonces aquel carro rudimentario con dos ruedas de madera nos parecía un gran bazar donde iban a desembocar todos los sueños que podíamos alcanzar con una peseta. Con una sola peseta podíamos comprarnos dos barras de regaliz, un manojo de caramelos de nata o un chicle de los que estaban de moda.
Por una peseta, a comienzos de los años setenta, todavía podías aspirar a un polo de naranja o de limón en la heladería de Adolfo o a sacar de las máquinas que colocaban en las confiterías una de aquellas bolas de chicle que se eternizaban en la boca.
Los carritos de las golosinas eran supermercados. Cuánto en tan poco espacio: caramelos, cicles, regaliz, cacahuetes, garbanzos, pipas, almendras... Lo que no tenía cabida en el carro se guardaba en cajas de cartón o en la talega donde el vendedor ambulante llevaba el género prohibido. Muchos de aquellos buhoneros de subsistencia se ganaban un sobresueldo vendiendo a escondidas los cigarrillos sueltos, una actividad que estaba prohibida porque le hacían competencia a los estancos que eran los lugares autorizados y porque con frecuencia la clientela del tabaco de tapadillo era el grupo de adolescentes menores de edad que juntaba lo poco que llevaba en los bolsillos para comprarse un cigarro a medias.
Recuerdo la ilusión que nos producía cuando aparecía por el barrio el carrito del hombre de las chufas, que para nosotros era un fruto exótico, un pequeño lujo por el que había que pagar dos pesetas. Cuánto nos gustaba presenciar aquella ceremonia en la que el vendedor fabricaba en tres segundos un cartucho en forma de cono con un trozo de papel de estraza y con un cucharón iba llenándolo de chufas.
El hombre del carrito llevaba siempre la casa a cuestas. Tenía un pequeño taburete de madera donde se sentaba para aguantar la espera durante las horas muertas y una bolsa de tela con una humilde fiambrera donde guardaba el almuerzo. ¿Cuánto ganarían aquellos comerciantes ambulantes? ¿Tendrían suficiente para vivir?, eran algunas de las preguntas que nos hacíamos los niños. Casi todos los hombres del carrito eran muy mayores, algunos con edad de sobra para estar jubilados, pero seguían pegados al negocio para poder sacar a sus familias adelante porque seguramente o no cobraban pensión o tenían una paga insuficiente.
Aquel era un oficio en retirada. Cada año era menor la presencia de los carritos de helados en las calles y de los vendedores de golosinas en las puertas de los colegios. En los años setenta llegó la moda de los polos y de los helados industriales que anunciaban por televisión y aquella golosina impostora de los helados de bolsa, que tanto éxito tuvo entre el público infantil.
La venta ambulante se fue reduciendo a los vendedores de pipas y cacahuetes que iban los domingos al fútbol. Llegaban con sus cestas de mimbre bien repletas, colocadas estratégicamente en los antebrazos. Si se trataba de un partido importante el éxito lo tenían asegurado y antes del descanso ya podían retirarse a descansar con los bolsillos repletos.
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