Los aires de Europa nos llegaban todos los años en verano, cuando nuestro modesto camping de la carretera que iba a Aguadulce se llenaba de caravanas y tiendas de campaña, de señores muy altos de ojos claros y de señoras muy atractivas que se tostaban al sol con escaso aliño indumentario. En tres días absorbían todo el sol de la costa y sus cuerpos blancos del norte se pigmentaban de un color rojizo como el fuego, como si les acabaran de dar dos vueltas en la lumbre.
Eran los años sesenta y el turismo estaba tan de moda que hasta nuestros escondidos y olvidados rincones de Almería llegaban los guiris para recordarnos lo lejos que estábamos de Europa. No eran los turistas que veíamos en el NO-DO de los cines, los que llegaban con la billetera llena a Marbella y a Torremolinos. Los nuestros, los extranjeros que veíamos en el camping, llegaban con la casa a cuestas en aquellas roulottes enormes que aparcaban frente al mar. Aquí teníamos la manía de quejarnos. Siempre salía alguna voz discordante que decía que era un turismo de “enmallaos”, y que les faltaba traerse la comida de sus países para no gastarse un duro. Pero al fin y al cabo, eran turistas que por poco que gastaran llenaban nuestras playas con un viento diferente.
Qué mundos tan distintos llegaron a coincidir en aquellos tiempos en la soledad de la Garrofa, cuando los turistas extranjeros se cruzaban con los tricornios de la Guardia Civil del puesto de costas que vigilaba desde el acantilado. La libertad que nos llegaba a cuenta gotas de Europa se mezclaba con nuestras costumbres y nuestras estrictas normas morales, los cuerpos desnudos de los guiris parecían más desnudos aún cuando pasaba por delante la pareja de la benemérita, perfectamente uniformada, con la chaqueta abrochada hasta el último botón del cuello y el tricornio ajustado hasta las cejas, como Dios manda.
Los turistas de fuera escogían aquel rincón tan perdido por su soledad y por sus aislamiento, porque allí, como en ninguna otra parte, tenían la sensación de que la vida en la Tierra estaba dando sus primeros pasos y de que allí la civilización no había puesto encima sus garras.
Todavía existía la vieja carretera que serpenteaba por los acantilados del Cañarete, aquel camino imposible, estrecho y peligroso que era la única comunicación entre Almería y los pueblos del poniente. Todavía, cruzar andando por aquellos senderos tenía el aroma de las aventuras para las pandillas de niños que se arriesgaban a ir andando hasta La Garrofa. Aquellas escaramuzas te dejaban esa sensación de riesgo, de prohibido, que tantos nos gustaba entonces, cuando casi todo lo teníamos que hacer sin el permiso de nuestras madres, a escondidas, con el aliento del pecado rozándonos la espalda.
En los últimos años sesenta, La Garrofa era ya un rincón turístico, pero seguía conservando su vieja estela de lugar perdido entre los acantilados del Cañarete, uno de esos paraísos olvidados a los que sólo iban los turistas extranjeros que venían en verano, los aventureros en bicicleta y algunas familias a pasar los domingos. Ir a La Garrofa era como hacer un viaje; los cinco kilómetros que separaban a este rincón de la capital parecían una distancia mucho mayor por las malas condiciones de la carretera y por el complicado acceso a la playa.
Las pandillas de amigos de los años cincuenta solían hacer excursiones a La Garrofa y perpetuar el momento con unas fotografías como prueba irrefutable de tan importante aventura. Casi siempre, aquellas escapadas se hacían sin el consentimiento de los padres, por lo que en el camino de regreso era aconsejable detenerse en las fuentes del Parque para quitarse la arena y la sal y que no quedara en los cuerpos huella alguna. Porque ir allí llevaba implícito un innumerable ramillete de peligros, como si todas las desgracias ocurrieran en La Garrofa. Durante décadas, hasta que arreglaron la carretera y la ensancharon a base de barrenos de dinamita, ese tramo fue uno de los puntos negros más temidos del camino que llevaba hasta Aguadulce.
El lugar tenía su puente pintoresco colgando en el barranco y unas viejas casuchas que en otro tiempo habían sido las viviendas de los carabineros que vigilaban la costa desde los tiempos de los contrabandistas.
La Garrofa se transformó en el camping de Almería y tuvo una excelente acogida por un tipo determinado de turistas, aquellos que buscaban el pleno contacto con la naturaleza y huían de los grandes núcleos como Marbella, Torremolinos o Benidorn. El hecho de que el lugar no tuviera suministro eléctrico, que la luz naciera de un grupo electrógeno que sólo funcionaba hasta las doce de la noche, y el tener que coger el agua de unos pozos junto a la carretera, le dieron al camping un atractivo extra, un punto más de aislamiento que acrecentaba su fama de paraíso por descubrir para los visitantes.
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