En las últimas décadas del siglo diecinueve la ciudad seguía viviendo bajo la amenaza de una rambla, la de Alfareros, que suponía un peligro constante para la ciudad al cruzar algunos de los barrios más populares de la población.
Una de las razones de la tardía urbanización del sector norte fue precisamente ese peligro constante de un rambla que rugía como un monstruo cuando llegaba una gran tormenta, llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso. Cinco kilómetros recorría aquel torrente indómito desde su nacimiento en el lugar conocido como la cumbre del Mojón, hasta que desembocaba en la Rambla del Obispo, frente a la desaparecida barriada de San José. A lo largo del siglo diecinueve la Rambla de Alfareros no siguió un curso uniforme. En las primeras décadas mantenía su trayectoria primitiva: desde el punto invariable del Collado de Marín discurría, lamiendo el cerro de las Cruces, a la espada de la fábrica de ladrillos de Muley, cruzaba el inmenso huerto de chumbos denominado de Jaruga y continuaba por la entrada de la huerta de los Cámaras.
Este itinerario primitivo fue variando y en el segundo tercio del siglo el cauce de la Rambla de Alfareros cambió hacia la parte de poniente, atravesando el barrio del Quemadero en toda su longitud. Las consecuencias de esta desviación natural, agravadas por el abuso que cometían los propietarios ribereños invadiendo los terrenos en sus márgenes y en sus lechos, produjeron los fatales desenlaces que provocaron las inundaciones. La temida rambla no ofrecía más dique de contención a su curso que las fachadas de las casas de las calles por donde cruzaba, por lo que las aguas penetraban en las viviendas, a veces a una velocidad de dos metros por segundo.
Además de los fatales resultados que producía por su curso, la Rambla de Alfareros ofrecía otro grave inconveniente, el de desembocar dentro de la población en la Rambla del Obispo, por lo que las avenidas eran simultáneas en los dos cauces. En la confluencia de ambas, que es donde menos pendiente tenían, se producía un remanso extraordinario que llegaba a alcanzar un metro y medio de altura.
En 1880 la ciudad clamaba por que se ejecutaran las obras necesarias para la desviación de la peligrosa Rambla de Alfareros, que unos meses antes había vuelto a rugir: A las cuatro de la tarde del martes 14 de octubre de 1879, un ejército de nubes densas y oscuras fue avanzando desde el mar hasta cubrir el cielo. El día se fue apagando y en media hora la ciudad se llenó de una noche amenazante y rotunda. Algunos comercios que acababan de abrir las puertas cerraron deprisa ante la amenaza de lluvia y en las calles no quedó más luz que la de los quinqués y las lamparillas que asomaban tímidamente tras las ventanas.
Unos minutos después de que la campana de La Catedral anunciara las cinco de la tarde, una furiosa tormenta descargó sobre Almería. Cuentan las crónicas de la época que las “nubes arrojaron un diluvio de agua y los relámpagos y los truenos se sucedían sin interrupción” abriendo estremecedores caminos de luz desde las montañas hasta el mar. Las ramblas salieron de bote en bote y el río, a su paso por la ciudad, inundó campos y huertos. Dos hombres se ahogaron en la boquera del Cortijo Grande y otro al intentar cruzar el río con una burra a la altura de Los Molinos. En la Carretera de Málaga, cerca de la Garrofa, tres hombres resultaron heridos de gravedad a consecuencia de un desprendimiento de piedras. La zona, que hoy es la carretera del Cañarete, quedó cortada durante varias semanas y la comunicación entre la capital y los pueblos del poniente tuvo que realizarse por el camino Romano que atraviesa los cerros de Pescadería hasta llegar a Enix.
A las tres y media de la madrugada del día siguiente volvió a repetir la tormenta, cayendo agua de forma torrencial durante una hora. La Rambla de Belén, cerca de la calle Granada, presentaba un aspecto imponente. El agua llegó al límite del muro de contención del arrecife que rodeaba la fábrica de esparto. En el centro de la ciudad, la Rambla de Alfareros rugió como si la tierra se estremeciera, inundando la huerta de las Cámaras y la Puerta de Purchena, donde una brigada municipal levantó una barrera con sacos llenos de arena para evitar que el agua bajara hacia la calle de las Tiendas. La intervención de los obreros no pudo frenar la avalancha; el agua y el barro entraron en los comercios de la Puerta de Purchena, causando graves daños.
La Rambla de Alfareros volvió a convertirse una vez más en una pesadilla, arrastrando escombros, maderas, animales y piedras desde los cerros de la Fuentecica y el Quemadero, esparciendo sus brazos devastadores por la calle Regocijos y por las calles y caminos adyacentes hasta llegar a su destino final.
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