Jesús y el teatrillo de los niños

Jesús Martínez Capel con chaqueta oscura  junto a Paco Gázquez. A la derecha: Jesús con sus hermanos
Jesús Martínez Capel con chaqueta oscura junto a Paco Gázquez. A la derecha: Jesús con sus hermanos
Eduardo de Vicente
14:03 • 18 may. 2021 / actualizado a las 14:41 • 18 may. 2021

Lo que más le gustaba era organizar la reunión de antiguos alumnos del instituto y volver a encontrarse con los viejos amigos de la infancia. Se pasaba meses preparando el reencuentro, editando el folleto lleno de nostalgias con el que cada año sorprendía a los más débiles de memoria. 



En aquella ceremonia previa al encuentro siempre había una pincelada de tristeza porque siempre había alguna baja dolorosa, algún amigo que ese año se había quedado en el camino. 



Encontrarse con los compañeros del Bachillerato era regresar a una infancia que él nunca abandonó. Jesús Martínez Capel tuvo la virtud y el privilegio de no dejar morir jamás al niño que llevaba incorporado. 



En su refugio del barrio de Retamar tenía un inmenso trastero que era un túnel del tiempo, un museo donde los recuerdos se amontonaban como si los años no hubieran pasado. Conservaba, intacto, su querido ‘teatrillo de los niños’, con aquel decorado de cartón piedra donde tantas veces representó ‘El Mercader de Venecia’ con el inagotable elenco de actores que tenían cabida en su fecunda imaginación.



Tenía uno de aquellos trenes eléctricos que fue el sueño de una generación de niños, un tren que se convirtió en un ferrocarril cuando en el sótano de la casa levantó una inmensa tramoya con vías, túneles y estaciones donde nunca se apagaba la luz ni se dejaba de escuchar el ruido de los vagones al cruzar frente a un pueblo lejano. Con qué orgullo le enseñaba a los amigos aquel tesoro.



Tenía un máquina de cine, tan antigua como el propio cine, donde volvía a aquellas tardes de verano en las que proyectaba películas para los amigos en su barrio de la huerta de los Cámaras. El cine fue otra de sus grandes pasiones y uno de los primeros recuerdos de su infancia, cuando de la mano de su padre descubrió las maravillas de la terraza Imperial. El perfume de la tierra mojada, el olor de los jazmines que trepaban por la tapia del cine, el sabor de las gaseosas de naranja y de los garbanzos tostados, formaron un cúmulo de sensaciones  que llevó siempre incorporado a su disco duro sentimental. Él era aquel niño rubio de pantalón corto que todas las mañanas era el primero en asomarse a la fachada del Imperial para descubrir los cuadros de la película que proyectaban esa noche. 



Todos los años, cuando se acercaba el día del reencuentro con los viejos amigos del instituto, repasaba los recuerdos para servírselos bien calientes con los primeros entrantes. Siempre acababan volviendo al aula, a aquellos años entre la infancia y la adolescencia que tanto marcaron sus vidas. A los pupitres con agujeros para los tinteros de porcelana, en los que mojaban los plumines encajados en sus palilleros. A la querida clase de don Juan Jaramillo, gran maestro cuyas palabras eran sentencias. Pegaba unos ‘cocos’ con el nudillo del dedo corazón y unos tirones de orejas ‘retorcíos’ que hacían ver todas las estrellas del firmamento o cielo, pero, en el fondo, era un padrazo y un buen profesor. 



Jesús siempre recordaba que en aquellos años tenía dos grandes escenarios por el que transitaba su vida: el instituto y la calle. El tiempo libre discurría entre los juegos callejeros, las chapas, los petos, el trompo, la confección de recortables, la lectura de tebeos y el noble arte de coleccionar cromos en los álbumes que compraban en los quioscos, casi siempre de las últimas películas famosas, de futbolistas o del chocolate Nestlé.


Sí, eran niños, aunque la realidad los obligaba a dejar de serlo cuando pasaban la frontera del examen de Ingreso, donde se enfrentaban de modo escrito y oral a un tribunal con los consiguientes nervios y retortijones de barriga para convertirse, con solo diez años de edad, en preadolescentes que empezaban una nueva vida con el Bachillerato.


Niños con chaqueta y pantalón corto, pero niños que cuando dejaban la disciplina del aula volvían a soñar con los juegos que se habían quedado fuera. Jesús Martínez Capel mantuvo intacto ese sueño durante toda su vida y cuando te encerrabas con él en su refugio seguía emocionándose cuando te enseñaba el último vagón que había incorporado a la caravana del tren. “Mira, tengo un tren  que nada tiene que envidiar a los de verdad”, me decía con los ojos llenos de infancia. Bendito sea.



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