Fue uno de aquellos adolescentes que quedaron marcados para siempre por la figura de la señorita Celia. Qué magia debía tener, qué personalidad tan contagiosa tenía que derrochar la joven profesora para haber dejado un poso tan grande en la memoria de todos los que la conocieron. Jaime Díaz, como todos los alumnos de aquella generación, presumía de haber compartido la sabiduría de la señorita Celia, formando parte del elenco de actores aficionados que nació de las aulas del instituto y de la paciencia de aquella inolvidable maestra.
Jaime nació en Almería en 1929. Era hijo de José Díaz, el célebre carnicero de la Plaza y de Carmen Gálvez, su fiel compañera. Nació y creció en una familia tan numerosa que solo con sus hermanos hubiera tenido suficiente para formar el armazón de un equipo de fútbol. Pero su vocación no fue el balón, sino la bicicleta, donde tuvo como maestro a su hermano mayor, Pepe, uno de los más gloriosos corredores de la posguerra cuando el deporte de las dos ruedas era tan popular como el fútbol y el boxeo.
Jaime se diferenciaba del resto de los ciclistas por la bicicleta que montaba. Se decía entonces que llevaba el sillín más cómodo que se había visto por Almería, una pieza que le compró a un marinero belga de los que llegaban al puerto para llevarse la uva. Cuando se iba fuera de la provincia a competir, todos los adversarios y los aficionados alababan su sillín, que llegó a alcanzar tanta fama que el bueno de Jaime tenía que dormir con él por temor a que se lo quitaran.
Fue uno de los que formaron el equipo que representó a Almería en los campeonatos nacionales de Mallorca y Barcelona, compartiendo la selección con Cazorla y Vizcaíno, otros dos grandes corredores.
Cuando la edad lo obligó a bajarse del sillín y a labrarse un porvenir en serio, quiso hacerse piloto de aviación, llegando incluso a realizar los cursos de vuelo sin motor en la academia de Somosierra. Cada vez que volaba le escribía unas letras a su familia contando la experiencia, sin adjetivos suficientes para describir cómo disfrutaba en las alturas.
Cuando se le pasó la fiebre de ser piloto tuvo que abrazarse a la realidad y siguió las recomendaciones de su padre, que le había sugerido la posibilidad de estudiar para hacerse veterinario, un oficio muy ligado a la profesión de la familia. Por no contrariar a don José, se fue a Córdoba y se hizo veterinario. Perteneció a la misma generación y estudió en el mismo centro que Rafael Gómez Fuentes, ilustre veterinario almeriense.
Cuando terminó la carrera se encontró con la realidad, con la falta de expectativas que había en la profesión, con la incertidumbre de tener que ir de un lado a otro aprendiendo de los veterinarios mayores, y como nunca había sido su vocación, un día decidió coger otro camino. Durante un tiempo fue representante del prestigioso laboratorio americano Pfizer, hoy tan de moda, pero no fue feliz y se cansó muy pronto de aquellas largas esperas en las consultas de los médicos, cuando muchas tardes tenía que quedarse hasta que pasara el último paciente.
Había querido ser piloto y se quedó en el camino. Estudió para veterinario pero no llegó a ganarse la vida de verdad con la profesión. Probó suerte como representante de laboratorio y tampoco cuajó, hasta que por fin tomó la decisión más importante de su vida, seguir estudiando y hacerse médico.
Jaime Díaz Gálvez ejerció la medicina durante décadas en la ciudad de Granada, donde se asentó, pero nunca olvidó sus raíces; para estar al lado de sus hermanos se compró un apartamento en Aguadulce, en los años del despegue turístico, y venía todos los veranos a pasar las vacaciones. Formaba parte de las tertulias mañaneras en los veladores de los cafés del Paseo, donde siempre acaba recordando sus años de juventud cuando subido en el mágico sillín de su bicicleta recorría las carreteras de la provincia convertido en un auténtico héroe local.
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