Ciara entra en la pequeña sala de reuniones algo nerviosa. Pantalón vaquero azul, camisa negra de tirantes y riguroso uso de la mascarilla. Esboza una sonrisa en los ojos y se preocupa educadamente por la comodidad del periodista y de la directora, junto a una ventana florecida de rojos y violetas.
Luce apasionada sus proyectos de vida. “En el futuro me gustaría bautizar a un hijo y trabajar en peluquería, en Madrid”. Rompe el hielo. Vuela en las palabras. Desprende energía. Tiene 18 años y duerme en un centro para menores condenados por violencia familiar.
La joven Ciara lleva solo un mes dentro del ‘grupo educativo de convivencia El Carmen’ y ya habla de su caso en pasado. “Yo antes era una persona que daba muchas voces. Ahora estoy mejorando, me están abriendo los ojos y estamos en el camino”, confiesa con verdadero interés. Luego recuerda el parque, los porros y el alcohol. Las malas amistades. “Yo era de esas”. Y trata de edificar un discurso nuevo, una idea de ruptura con el pasado y de encuentro con el futuro.
“A Ciara todavía le cuesta un poco hablar de ello, lleva apenas un mes. Hay un periodo de adaptación de unos diez días o dos semanas donde las niñas tienen que entender por qué están aquí”, explica Verónica Moyano, directora de El Carmen.
El centro está gestionado por la asociación Ginso, la misma entidad rectora de Tierras de Oria, y está financiado por la Consejería de Turismo, Regeneración, Justicia y Administración Local de la Junta de Andalucía. Su misión es el tratamiento de menores (algunas cumplen la mayoría de edad durante la medida) derivados por la Fiscalía por la comisión de infracciones penales de violencia intrafamiliar. De manera simplificada, son responsables de maltratos a padres, hermanos o abuelos, pero con una dimensión insuficiente para estar encerrados.
Colores
El Carmen es un recurso de régimen abierto. “Al ser una medida judicial no privativa de libertad, las menores realizan todas las actividades en recursos tanto públicos como privados insertos en la comunidad”, expone Verónica Moyano. “Acuden al instituto, participan en actividades culturales y de ocio”.
Físicamente el centro es una casa grande, con habitaciones, zonas comunes y patio. Allí viven ocho niñas y un equipo pedagógico que, además de la propia directora, está formado por una trabajadora social, un psicólogo y seis educadores que cumplen turnos rotatorios para un acompañamiento constante, día y noche.
Todo en el hogar habla. Las paredes están llenas de mensajes constructivos, de pinturas y otras obras artesanales. Las mismas menores ( siempre por encima de los 14 años) se preocupan de la limpieza y el orden. Se percibe.
Los centros de reforma juvenil de la provincia de Almería, como este, tienen en común los colores. La posible coerción de la infraestructura se tamiza con espacios agradables, vivos, a veces incluso recargados. Pero detrás de la gama cromática siempre hay capas.
Mientras Ciara hace un repaso a las normas de convivencia, en una sala más amplia, en la planta baja, una madre y su hija se entrevistan con el equipo técnico para tratar la situación de María, residente en el centro desde hace un año. “Todo empezó tras morir mi marido”, explica la mujer. La conversación se desarrolla de manera pausada, con voz contenida y una sensibilidad que impacta. No hay medida terapéutica que funcione sin la participación de la propia familia y las protagonistas hacen de tripas corazón.
María, que necesita tratamiento, pasó el fin de semana en la casa familiar como parte de su terapia. “Las cosas fueron bien hasta el domingo por la mañana”, expuso su hermana. No hizo falta aportar mucho más detalles.
Denunciar
“Denunciar no es una cosa mala, es algo bueno”, aconseja la chica, también muy joven. “Debí denunciarla antes”, apostilla la madre con firmeza, con cierta amargura en el tono, pero responsabilizada de la valía del mensaje para otras muchas familias almerienses afectadas por circunstancias similares.
“Las familias tardan dos o tres años en interponer una denuncia y eso retrasa la intervención”, explica Verónica Moyano. La directora de El Carmen anima a las familias a “dar el paso” y no encerrarse en el silencio. Sabe que se trata de un proceso traumático para muchos ciudadanos, pero apela a la profesionalidad y la experiencia de los equipos de tratamiento. “Hay que trasladar a las familias el mensaje de que esto funciona y que estamos para apoyarles”.
Desde el año 2013, por ‘el grupo educativo de convivencia El Carmen’ han pasado 54 menores (todas chicas) de la mano de Ginso. Antes existía otro proyecto para varones en la provincia de Almería, pero el cambio de los perfiles de la violencia intrafamiliar impulsó un cambio en el programa.
Las cifras de la Fiscalía de Menores han confirmado la irrupción de los delitos de violencia en el ámbito familiar. Es el tipo penal más extendido entre las chicas, mientras en los varones infractores prevalecen otros episodios como las drogas o los robos.
Según datos de la Fiscalía General del Estado, en el año 2019 se registraron en la provincia de Almería 78 delitos (infracciones) vinculados a la violencia familiar y 45 a la violencia de género. Los robos y hurtos disparan la cifra global.
Un estudio elaborado por la Universidad de Almería, convertido en una referencia científica sobre la eficacia de los centros de menores, cifra el porcentaje de reinserción de los chicos en más de un 80 por ciento. El dato supera con mucho al que puede darse en adultos en prisiones.
Entre los adolescentes que cambiaron su vida en El Carmen está Lucía, un ejemplo del éxito de las segundas oportunidades. “Tenía 17 años y era muy rebelde, tenía problemas familiares”, recuerda. “En el primer mes no quería ver a nadie. Me apartaron de mi casa. La primera vez que hablé con mis padres por teléfono fue un caos”.
Lucía es muy generosa en sus explicaciones, aunque es consciente del “terreno pantanoso” que pisa. Habla de “amistades” y de “ruina” y “problemas”. “Estaba a la defensiva, me daba vergüenza de mí misma. Dejé el instituto, no quería estudiar. No hacía nada, no valoraba nada”, confiesa.
Hoy, Lucía afronta los últimos pasos de su carrera universitaria y quiere ayudar a otros muchachos en dificultades. “Esto te cambia. Me saqué Secundaria, el carné y ahora estudio Educación Social y quiero ayudar a gente así”. Gente como ella era antes.
Los perfiles rompen prejuicios
El perfil de las adolescentes atendidas en El Carmen rompe prejuicios sobre los orígenes socioculturales, como explican el psicólogo Rubén Horcajo y la trabajadora social Carmen María Perea. “El perfil ha cambiado desde familias con un nivel sociocultural más bajo a familias de clases medias, normalizadas”, explican. Las situaciones son muy diversas, pero reúnen algunos rasgos comunes como “la normalización de la violencia”. “Son jóvenes materialistas, individualistas, que viven en la inmediatez”, añaden los especialistas. Los maltratos a sus familias son “en un alto porcentaje violencia psicológica, aunque también física y económica”. Es común que este sea el primer delito que cometen.
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