El ‘Tubarro’ y los ‘famosos’ de la calle

Tenía una minusvalía que lo hacía diferente

El ‘Tubarro’ en una foto de los primeros años setenta en la zona de los columpios del Parque Infantil, cerca del bar La Marina.
El ‘Tubarro’ en una foto de los primeros años setenta en la zona de los columpios del Parque Infantil, cerca del bar La Marina.
Eduardo de Vicente
20:52 • 16 jun. 2021 / actualizado a las 07:00 • 17 jun. 2021

En la calle todos acabábamos encontrándonos, más tarde o más temprano, porque nos pasábamos la vida al aire libre, participando en aquel inmenso escenario. En la calle todos teníamos cabida, los ricos y los pobres, los guapos y los feos, los cuerdos y los locos, los aspirantes a hombres de provecho y los derrotados, los que creían en Dios y los que ni Dios creía en ellos. 



Entre aquel amplio elenco de actores que componíamos el paisaje callejero estaban los tipos que llamábamos ‘diferentes’ porque bien por problemas físicos, psíquicos o simplemente porque navegaban siempre a contracorriente, transitaban al borde la marginación.



Hace cincuenta años no había tantos medios como ahora, ni tanta facilidad para tratar a las personas con alguna alteración mental o de conducta, por lo que muchas de ellas sobrevivían sin tratamiento alguno y sin poder contar con profesionales ni centros adecuados que le ayudaran a dar pasos adelante para poder integrarse en la sociedad en igualdad de condiciones. 



Entre aquellos tipos ‘diferentes’ que estaban tan presentes en nuestra vida recuerdo la figura de un hombretón con aspecto rústico al que los niños le habíamos colgado el apodo de ‘Tubarro’.  En la Almería de los primeros años setenta, ‘el Tubarro’ era uno más en la larga lista de callejeros que eran víctimas de las bromas pesadas de las pandillas infantiles.



Parecía un niño grande, inmenso, una mente infantil sobre un cuerpo poderoso. Tenía una minusvalía que lo hacía diferente, que lo convertía en un solitario que frecuentaba el Parque y las plazas de la ciudad sin nadie con quien compartir un manojo de palabras. Lo veíamos con frecuencia rondando por el Parque Infantil que en aquel tiempo construyeron en el llamado Parque Nuevo, cerca de la fuente de los Peces. 



Se pasaba las horas mirando cómo las niñas se balanceaban en los columpios y se reía cuando ellas se reían y ponía gesto de dolor si alguna acababa en el suelo. A veces pasaba por la Plaza de la Catedral y se quedaba parado como un árbol viéndonos jugar al fútbol. Aunque tenía una apariencia temible, debido a su gesto serio y a la fuerza que desplegaba, ‘el Tubarro’ era un hombre pacífico que no se metía con nadie, que seguía su camino si no se le aparecía el granuja de turno para sacarlo de sus casillas.



Siempre llevaba en el bolsillo una armónica desgastada con la que intentaba llamar la atención de la gente, ganarse una sonrisa de complicidad. Se detenía en cualquier esquina, se colocaba la armónica en los labios y ofrecía un recital que espantaba hasta los pájaros, pero que servía de coartada a los niños para iniciar la batalla. 



De pronto, mientras sonaba el instrumento, saltaba una voz del mismo infierno que le decía: “Tubarro, échale mierda a la flauta y sopla pa dentro”. De golpe, se desataban las hostilidades, y el bueno de ‘el Tubarro’, que parecía ensimismado en su música, se transformaba en un ciclón y en un arrebato de ira salía a correr detrás de los enemigos buscando justicia.


Cuando iniciaba la carrera era imparable, por lo que a la hora de enfadarlo era recomendable situarse a una distancia mínima de treinta o cuarenta metros para que no pudiera alcanzarte. 


Una tarde, cuando cruzaba por la Plaza de la Catedral, un niño gritó: “Tubarro, pélame un chumbo”, cuando el ofendido se encontraba a unos pocos metros de distancia. Cuando emprendió el ataque fue en busca de un grupo de chavales que en esos momentos jugaban al fútbol en la puerta del templo, obligándolos a refugiarse dentro en mitad de la santa misa. En el silencio de la ceremonia, mientras don Juan López le hablaba a sus feligreses de la palabra de Dios, un estruendo endemoniado  rompió en mil pedazos el silencio de la oración, obligando al cura a tomar parte en la contienda. Irritado por la escena, don Juan agarró el micrófono y nos invitó a salir por donde habíamos entrado con una frase inolvidable: “Esos mercaderes profanadores, que abandonen ahora mismo la casa de Dios”. 


En aquella escaramuza el bueno de ‘el Tubarro’ tuvo la cortesía de quitarse el sombrero de paja cuando entró al templo.


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