No sería exagerado decir que la actual calle de la Marina, que empieza frente a las vías del tren y desemboca en la Avenida de Cabo de Gata, fue antiguamente la avenida del mineral. Por allí cruzaban los vagones que venían cargados desde la estación para dejar la mercancía en los buques que esperaban en el cargadero Francés. La presencia de los trenes con el polvo de las minas llegó a ser una pesadilla para aquel barrio que durante décadas vio como sus casas estaban cubiertas de mineral.
En esa avenida estaba también el almacén del nitrato de Chile, que los labradores utilizaban como agua bendita para sus tierras. Recuerdo el cartel de la marca, un auténtico icono de la época, en el que destacaba la elegante silueta negra de un jinete sobre su caballo, perfilado sobre un fondo amarillo en un mosaico cerámico.
El nitrato de Chile fue el fertilizante de la posguerra. En la sede de la Hermandad Provincial de Labradores y Ganaderos, que estaba en el Paseo, se entregaban los vales a los agricultores para la retirada del nitrato que necesitaban para abonar los campos de patatas de la Vega y para los naranjos y limoneros del valle del Andarax. Los agricultores iban con sus carros hasta los depósitos del abono que estaban en las afueras de la ciudad, en unas naves que se levantaron entre la estación y la playa, en lo que hoy sería la calle de la Marina. Entonces, en aquel paraje no existía calle alguna ni nada que se le pareciera. Era un sendero entre boqueras que comenzaba junto a las vías del tren y desembocaba en la Avenida Cabo de Gata.
Los depósitos del nitrato de Chile corrían paralelos al viejo puente de los Arcos, por donde pasaba el tren que llevaba el mineral desde la Estación al Cargadero Francés, en la playa de San Miguel.
Aquel puente de piedra formaba un universo de descampados y rincones misteriosos donde los niños iban a refugiarse cuando querían huir de la ciudad.
En los anchurones que existían a ambos lados del puente se establecieron varios campos de fútbol en unos tiempos en los que para inventarse un ‘estadio’ sólo hacía falta un trozo de tierra, una pelota de trapo y cuatro piedras para hacer las porterías . Allí se retaban los equipos que surgían como flores de cada barrio: el Almedina, el Carabela, el Cultural, el Majadores, el Urcitano, el Cámaras, el Lepanto, que organizaban sus retos en aquel improvisado complejo deportivo.
Bajo las sombras de los arcos del puente anidó un tipo de prostitución callejera y pobre que habitaba aquellos rincones cuando caía la tarde. Las pajilleras rondaban por los lugares más sórdidos de las afueras y aprovechaban cualquier escondrijo: un montón de escombros, los árboles moribundos o los matorrales de la antigua vega para prestar sus servicios a cambio de unos duros. De vez en cuando rondaban por la zona los guardias para espantar a los ‘amantes’ y hubo varios casos en los que cliente y prostituta terminaron con sus huesos en el Arresto Municipal teniendo que pagar una multa por exhibicionismo. También eran muy perseguidos los vagabundos que buscaban cobijo al amparo de los muros del puente. Los municipales los perseguían y los que no tenían casa ni familia acababan en los albergues para pobres que había repartidos por la ciudad.
A unos metros del puente de piedra, cerca de donde años después se construyó el popular Toblerone, existió durante los años de la guerra civil un refugio excavado por los vecinos y los trabajadores del ferrocarril, donde la gente se ocultaba cuando sonaban las sirenas anunciando los bombardeos. En los años de la posguerra el refugio se quedó como un rincón exótico al que iban a jugar los niños del Tagarete, donde se atrincheraban cuando organizaban sus guerrillas con los enemigos de otros barrios.
A lo largo del camino que iba de la estación hasta la playa, entre las naves del nitrato de Chile y el puente de los Arcos, aparecían varios bloques de viviendas de dos plantas que la empresa Minas de Alquife cedía a sus trabajadores. Cuando pasaban los trenes por encima, camino del cargadero, los habitantes de las casas tenían que cerrar puertas y ventanas y tapar las rendijas con cartones para que el polvillo del mineral no se colara hasta los dormitorios y dejara las paredes pintadas de rojo.
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