Por Navidad los niños se amontonaban delante de la vidriera de la confitería para ver las figuras de barro del portal de Belén, que intentaban abrirse paso entre los mantecados y los mazapanes. Luces de todos los colores anunciaban la fiesta y en la víspera de Nochebuena las colas delante de la puerta se extendían por el Paseo abajo.
Por febrero, los escaparates de la confitería La Sevillana anunciaban la llegada del Carnaval. Los empleados se quedaban toda la noche preparándolos y a la mañana siguiente era todo un espectáculo encontrarse con las vidrieras adornadas con máscaras y disfraces lujosos entre cajas de bombones y dulces de todos los gustos. Los viajeros que llegaban de fuera, hacían una parada obligatoria en la confitería como si estuvieran delante de un monumento.
El negocio, que había nacido en 1866 en la calle Real, ocupaba desde comienzos del siglo veinte un lugar privilegiado en la Puerta de Purchena. En ‘La Sevillana’ se podía encontrar desde los exquisitos merengues de dos pisos hasta los selectos embutidos que la casa importaba directamente de Extremadura.
Diego Salvador Rodríguez fue uno de los empleados de confianza de la casa. Era un adolescente cuando entró como aprendiz y fue el último en abandonar el barco cuando en 1950 la confitería dejó de existir. Llegó en 1910, recién cumplidos los quince años. Era uno de los muchachos que iban por las casas llevando los repartos. Entonces, estaba muy extendido el servicio a domicilio y todas las mañanas, a primera hora, había que llevar los pedidos a los hoteles y a los principales cafés del Paseo.
Con un carrillo de madera, Diego se encargaba de llevar la bollería al Hotel Comercio, en la Plaza de San Sebastián, y después se iba al puerto, a la explanada del Malecón, a suministrar el género al restaurante ‘El Transvaal’, donde iban los marineros de los barcos ingleses, los ingenieros de las minas, y los exportadores de uvas cuando llegaban los meses de la faena. El local tenía un servicio especial de cocina inglesa y francesa, los mejores mariscos de la costa y la acreditada repostería de la confitería ‘La Sevillana’.
A la hora del desayuno, Diego visitaba la oficina del inspector de Sanidad, don Manuel Mazzetti, que tenía por costumbre empezar el día con un bizcocho que iba mojando en el café. El médico era un buen amigo de la casa; una vez al mes visitaba el obrador para comprobar que el trabajo se realizaba en condiciones óptimas de salubridad y no había ningún peligro para los clientes.
En 1915, cuando Santiago Frías Somohano, hijo de los propietarios, empezó a dirigir ‘La Sevillana’, Diego Salvador Rodríguez ascendió a la categoría de dependiente, ocupando un puesto detrás del mostrador. El ascenso significaba cumplir un sueño porque suponía un sueldo más importante y el privilegio de verse cara a cara a diario con la clientela.
El establecimiento contaba con dos inmensos mostradores. A la izquierda estaba el de la tienda de ultramarinos, donde colgaban del techo grandes tripas de embutidos a modos de suculentas estalactitas. A la derecha aparecía el mostrador de los dulces, coronando las vitrinas de cristal donde se exhibían los pasteles que iban saliendo del obrador. Detrás, aparecían unas estanterías de madera con artísticas cajas de bombones y de caramelos.
Si hubo una fecha señalada en la historia de la confitería y en la vida de Diego, esa fue la Navidad de 1924 . Aquel año tocó el tercer premio de la lotería en Almería y un pellizco importante se repartió entre los trabajadores de ‘La Sevillana’.
Fue una clienta, la señora Isabel Andrés, la que les llevó las participaciones. Don Santiago Frías, el propietario, sacó unas botellas del mejor champagne francés que tenía en la bodega para celebrarlo y durante toda la tarde, la confitería estuvo regalando caramelos y bombones a los niños. A Diego Salvador le tocaron cuarenta mil pesetas, dinero suficiente para comprarse una casa en la calle Antonio Vico, pero no para retirarse.
En 1932, tras la muerte del dueño de la confitería, don Santiago Frías Somohano, su viuda, doña Antonia Giménez Quiles, tuvo que ponerse al frente del negocio para sacar adelante a sus once hijos. En esos momentos contó con el apoyo de Diego Salvador, su empleado más fiel, que hizo la veces de dependiente mayor y de encargado.
‘La Sevillana’ fue decayendo, víctima de los años conflictivos de la guerra civil, cuando el obrador se tuvo que cerrar y en el mostrador sólo quedaron dos empleados vendiendo cacahuetes y refrescos de limón que ellos mismos elaboraban en la trastienda.
Diego no abandonó nunca el barco y permaneció fiel a la empresa hasta que en 1950 el establecimiento tuvo que cerrar sus puertas. Cuando unos meses después abrieron en ese mismo local la tienda de Segura, Diego se pasaba algunas tardes por el establecimiento para alimentar la profunda nostalgia que le habían dejado cuarenta años detrás de aquel mostrador.
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