La feria cabía en la palma de una mano. Era la exaltación festiva de nuestros escenarios comunes, como si una vez al año al Paseo, al Parque y al puerto les pintaran la cara y los vistieran de domingo.
Teníamos una feria de pueblo que olía a morcilla caliente, a chato de vino dulce y a boñigas de caballo. Una feria de patio de vecinas donde más temprano que tarde te cruzabas con tu compañero de clase del instituto, con el vecino de enfrente que tratabas de evitar en la escalera o con aquella niña que tanto te gustaba y que nunca te atreviste a conquistar por miedo a que te rechazara.
Teníamos una feria que se desvanecía con la luz del sol y se envalentonaba con la tarde, cuando encendían las primeras luces y se escuchaban a lo lejos las primeras voces de la tómbola.
Por las mañanas la ciudad recuperaba su pulso cotidiano de mercados y tertulias de café. La única señal de que estábamos en feria era la diana de los gigantes y cabezudos que cada día recorría un barrio distinto envuelta en una nube de chiquillos y de olor a pólvora. Para el que no llegó a vivir aquellas dianas callejeras es difícil entender cuánto significaban para los niños de entonces. Esconderte debajo de una cabeza de cartón piedra con una botija en la mano te daba una autoridad incontestable y la libertad de poder correr detrás de las muchachas y jugar con ellas al juego eterno de la seducción.
La feria estaba señalada con letras en rojo en nuestro calendario sentimental. Muchos nos pasábamos el año ahorrando las propinas de los domingos en una hucha para cuando llegara el mes de agosto. Para un niño de hace cincuenta años la hucha tenía un valor que iba mucho más allá del que le daban las monedas que se almacenaban dentro. La hucha significaba el esfuerzo, el mérito de ganarte la feria a base de constancia y de austeridad, por eso te sentías orgulloso la tarde en la que abrías la hucha y rescatabas todas aquellas monedas que habías ido guardando mientras soñabas con subirte en la noria con una nube de algodón entre las manos.
A la feria íbamos con una cara y volvíamos con otra. El camino de ida era cuesta abajo y el de regreso una dura pendiente que afrontábamos como si viniéramos de una derrota. Íbamos eufóricos, recién lavados, con la ropa limpia, oliendo a colonia, dispuestos a comernos el mundo, y volvíamos agotados, con los faldones fuera y el pantalón manchado de acera. Las parejas de novios regresaban cargadas con la muñeca o con el juego de café que les había tocado en la tómbola y los niños con aquellos globos que te regalaban con el flan chino Mandarín o con uno de aquellos artefactos con los que nos pasábamos el año entero haciendo pompas de jabón.
A la feria se iba mucho a mirar, como si fuera un escaparate. Cuando se acababan las monedas solo quedaba mirar, así que la mitad de la noche la pasábamos delante de la atracción de los coches de choque viendo el espectáculo o buscando los bastidores de la carpa del Teatro Chino por si el destino nos regalaba la escena del cuerpo medio desnudo de alguna vedette. Al día siguiente, te encontrabas con algún amigo del barrio que te contaba que había visto a la auténtica mujer barbuda o que había rozado la piel grasienta del monstruo de dos cabezas que cada año ofrecía el mismo espectáculo en la misma caseta. Conocimos a la mujer barbuda en plena juventud y estuvimos viéndola en la feria hasta que le llegó la paga de jubilada.
La feria cambiaba poco, aunque se la llevaran al Zapillo o al Paseo Marítimo para que no estorbara en el Parque. Seguía siendo la misma feria, con ese acento pueblerino que tanto nos gustaba, una feria que desaparecía de día y resucitaba de noche, una feria tan auténtica que si no te bebías un vino dulce de los maños y no te comías un bocadillo en los Díaz era como si no hubieras ido a la feria.
Aquella forma de entender la feria cambió de manera radical cuando se sacaron de la manga la mal llamada feria del mediodía, que transformó los paisajes y convirtió la borrachera de toda la vida en una liturgia, en una obligación colectiva de la que se beneficiaron los propietarios de los bares y los dueños de los pubes.
Ya no hacía falta identidad alguna ni tradiciones. La feria pasó a ser una borrachera permanente al ritmo de la música de moda. Miles de jóvenes apiñados en los chiringuitos sudando, bebiendo y bailando, hasta que llegaba la hora de irse a los pubes y continuar con la juerga y el ligue.El mismo guión de cualquier fin de semana se repetía ahora en las fiestas de agosto.
Las calles del centro, aquellas que olían a algodón dulce y a boñigas de caballo se llenaron del aroma de las meadas. No hubo una sola esquina que se salvara del holocausto, mientras las autoridades nos repetían la misma frase estúpida de todos los años al acabar la fiesta: “Ha sido la mejor feria de la historia”.
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