El gran lío de la ordenación del tráfico

En 1965 el concejal Ángel Gómez Fuentes emprendió la aventura de ordenar el tráfico

Eduardo de Vicente
09:00 • 21 dic. 2021

A comienzos de los años sesenta, Almería era todavía un pueblo grande. Veíamos por las imágenes del NO-DO las calles de las grandes capitales tomadas por los coches y por los atascos y respirábamos tranquilos sabiendo que vivíamos a salvo de aquellos problemas. 



Aquí no teníamos más señales en las calles que las que colocaban cerca de los colegios anunciando los pasos de peatones, por si un coche despistado, de  los pocos que circulaban entonces, alguna moto, algún carro o alguna bicicleta, no se acordaba que por allí cruzaban los niños.



Fue en 1965 cuando el concejal delegado de Tráfico y responsable de la Policía Municipal, Ángel Gómez Fuentes, entendió que el creciente número de vehículos hacía necesario la puesta en marcha de una leyes que regularan la circulación. 



Por iniciativa propia, se puso a redactar las ordenanzas para la ordenación del tráfico dentro una ciudad donde nunca pasaba nada y donde la principal preocupación de los policías y de los vecinos era el fútbol callejero. Estaba tan perseguido que en una habitación de los calabozos del Ayuntamiento cumplían pena eterna de arresto cientos de pelotas y de balones que los guardias habían ido capturando de calle en calle.



Fue el propio concejal de Tráfico el que decretó la amnistía general para los balones cautivos, convictos de destrozar cristales y flores, y los repartió por los centros educativos de la capital, ante la algarabía de los colegiales. Nunca se jugó tanto al fútbol en los patios de los colegios como en el curso 1965-66.



El fútbol callejero había dejado de ser el principal problema de la vida diaria, había pasado a un segundo plano de la actualidad, superado por el del tráfico, que cada uno lo interpretaba a su libre albedrío ante la ausencia de señales.



El primer paso que dio el concejal fue el de crear un negociado de tráfico y organizar un curso de formación de la Policía Municipal, cuyos miembros tenían tantos conocimientos del tema como podía tenerlos Manuel Lores, el lechero que venía en moto del barrio de Los Molinos.



En el mes de julio de 1965 anunció a bombo y platillo por la prensa y la radio una campaña de ordenación de la circulación, invitando a los ciudadanos a que se quejaran de los defectos que observaran. En materia de tráfico no se había hecho nada hasta entonces porque no había coches y no existía ni una señal ni un semáforo en el núcleo urbano, que en aquel tiempo tenía sus calles principales levantadas por las lentas obras del alcantarillado.


Ángel Gómez Fuentes se embarcó en una aventura auténtica, ya que no había un duro en el presupuesto municipal. Un día, en una comida oficial con la corporación, a la que también asistía el Gobernador civil, Luis Gutiérrez Egea, ocurrió una anécdota que resume como se resolvían los temas políticos en aquel tiempo. Sucedió que el Gobernador le preguntó al alcalde que estaba a su lado sobre qué era lo que iba a hacer el concejal “que tanto hablaba en los periódicos”. En ese momento, el alcalde, Antonio Cuesta Moyano, llamó al concejal, lo sentó en medio y le dijo; “Ángel, explícale a don Luis tus proyectos”. Tras unos segundos de silencio, el intrépido concejal, con una buena dosis de descaro y mucha ironía, les dijo a sus compañeros de mesa: “Tengo un proyecto completo de la ordenación del tráfico, pero en vista de que en el Ayuntamiento no hay ni un duro para su ejecución, he propuesto a mi mujer que me acompañe con un cubo de cal y un escobón, y así, entre los dos pintamos las señales”. El alcalde intervino tras la arenga de su concejal y le dijo: “Hay todo el dinero que necesites”. Unos minutos después, Ángel Gómez Fuentes se dirigió al teléfono y llamó al representante de la casa Saludes de Valencia para decirle que ya podía darle curso al pedido que le había hecho. 


Ese mismo otoño comenzaron los trabajos. El propio concejal se puso al frente de la brigada de obras que se dedicaba por las noches a poner decenas de discos en las calles, que a la mañana siguiente se le aparecían a los conductores y a los peatones provocando la confusión de la ciudadanía. Fue tan grande el caos de aquellos primeros días de la ordenación del tráfico que hasta los guardias municipales se equivocaban a la hora de interpretar las señales. 


Con aquella empresa de llenar las calles de señales, el famoso concejal de Tráfico se ganó el apodo de Bufallo Bill, porque donde ponía el ojo ponía la flecha.


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