El amigo de Boo

“Cuando vuelva a olfatear las flores de la Rambla, Boo sabrá que allí está Javier. Cada mañana”

El abogado Javier Menezo.
El abogado Javier Menezo.
Juan Antonio Cortés
20:44 • 16 may. 2022

Hay un par de jardineros alhajando unos jardines. Dos señoras de media edad, con leggings y sudadera, caminan por la médula de la Rambla hacia el templo de San José. Trote rabioso, a un ritmo impropio de esas horas en que solo la radio tiene magia para despabilar a quienes el despertador empuja sin piedad alguna de la cama. Un ciclista baja desde la Rambla Belén algo ensimismado. Pedaladas cadenciosas, mochila de informático o de oficinista. Son las siete de la mañana y esta ciudad, que aún no se ha excitado, sigue hipnotizada por el destierro mediterráneo de la noche



Ni siquiera ha pasado el primer bus por La Salle Virgen del Mar cuando aparece. Su aparición es suave, sedosa, de una sutileza que no puede ser fortuita. Es el perro blanco un caniche con pinta de mascota de hidalgo o de noble, aunque poco engreído. Surge en el paisaje en un plano de fondo, disimulando su belleza, como si quisiera olvidar sus tiempos de aristócrata y volver a los siglos medievales de cobrador de aguas cuando era un jornalero de la vida perruna y salvaba cisnes con música de Chaikovski. Parece ausente, sí, pero en realidad es como Velázquez en Las Meninas, un astuto sabueso que aparece en el cuadro porque es él quien lo pinta. 



El perro trota quedo, tal cual el amo, y, de súbito, se detiene en el césped. Mueve el rabo con deleite, pero no espera agradar a nadie porque nadie hay a la vista. Salvo el amo. Olisquea las hierbas con cierta atracción fatal, abstraído en su búsqueda de atrapar olores en el aire húmedo del invierno. El blanco roto del caniche choca con el verde de las gramíneas. El tiempo se para en un lapso eterno y entonces empieza a entrar la claridad, sumisa y tersa, por la bóveda celeste de la ciudad del sol. Tal vez el amo piensa que es hora de irse, pero parece no tener prisa. 



El ciclista, por donde el viejo edificio de Sevillana, cruza su mirada, de soslayo, con la del amo, pero el amo sale de la escena con observancia porque el perro se ha cansado de husmear. Tiene el hombre una sonrisa indefectible y un cuerpo tan enjuto como el Cruyff de los setenta. Lleva una camisa blanca recién planchada y unos vaqueros azules. Boo es su primer oficio. Luego llegará el otro. 



Ya hermosea la Rambla, hipnótica en su aurora, cuando aparecen los primeros indicios de vida humana en la capital. Intuye el perro que su paseo encantado ha llegado a término. Ahora tiene prisa por desaparecer. La atmósfera de las primeras luces es la señal. Como la princesa Odette, el caniche sabe que el encantamiento termina al alba. Se pregunta el ciclista si el perro pasea al amo o al revés y no encuentra respuesta. Y así un día. Y así otro día. Y siempre en el crepúsculo del día nuevo, en la hora de Boo.



El perro hoy extraña. Peor aún: está y no está. Son las siete, baja el ciclista con su modorra por la Rambla de Boo y falta alguien en el cuadro. Falta el cuadro mismo. El yo ausente, el yo que adornaba la escena como el narrador omnisciente, oculto en la reciedumbre de la lealtad. Odette no encuentra a su príncipe y no sabe por qué. Se ha ido Siegfried, ha emprendido un largo viaje. No estaba en los planes de Boo y por eso no entiende la partida. Lagrimea pensando en aquella promesa de fidelidad amorosa que el amo le hizo un día. Es un amor bajo juramento, un afecto incondicional, paciente, adictivo, casi devoto, nada presuntuoso, servicial, que no se irrita, que no busca su propio interés, tal cual la carta de San Pablo a los Corintios. 



Boo sigue buscando. No se cansa. Jamás abandonará la tarea de recordar a su amo. Será siempre su escudero, su confidente, su omega en la manada. El perro, como Odette, debía haberse ido antes, pero la vida ha querido que sea su príncipe. Y el ciclista piensa que el amo no ha roto su promesa. El amor a Boo, al caniche de las siete, al bello cisne que camina cuando Almería duerme, es más fuerte que la muerte. 



Ha muerto Javier Menezo y Boo no tiene quien le consuele. Ha partido, sin previo aviso, el buen abogado, el funcionario recto, el analista fino, el socialista crítico y el librepensador pero, sobre todo, el mejor amigo de Boo. Por eso Boo, cuando vuelva a olfatear las flores de la Rambla, sentirá la fuerza de una presencia magnética. Sabrá que allí está Javier. Cada mañana. Como cada día. Cuando la ciudad duerme. Boo y Javier, siempre


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