La ‘vueltecica’ reglamentaria por el Paseo

El Paseo era otro mundo, un lugar cosmopolita donde la vida se citaba con la gente

El Paseo, lleno de sillas en un día de procesión. Allí acudían los mercaderes ambulantes, los soldados del campamento, la gente de los pueblos...
El Paseo, lleno de sillas en un día de procesión. Allí acudían los mercaderes ambulantes, los soldados del campamento, la gente de los pueblos...
Eduardo de Vicente
09:00 • 29 jun. 2022

Al Paseo no se iba a caminar ni a tomar el sol, ni a ver el paisaje. Se iba a lo que en Almería llamábamos dar una ‘vueltecica’, que no es lo mismo que dar una vuelta. Dar una ‘vueltecica’ implicaba salir sin un destino determinado, sin rumbo fijo, sin prisas y predispuestos a encontrarnos con la gente. Dar una ‘vueltecica’ llevaba implícito el placer antiguo de pasear sin otro interés que desplegar las velas y dejarse llevar por el viento de la vida sencilla de una capital de provincia.



El Paseo era otro mundo, un lugar cosmopolita donde la vida se citaba con la gente. Una vuelta por el Paseo podía ser eterna porque siempre te encontrabas con alguien, o como nos gustaba decir en esta tierra, siempre te parabas con alguien. Los corrillos formaban parte del paisaje, sobre todo cuando en los años setenta el Paseo se llenó de jubilados y los bancos de la popular Plaza de la Leche se convertían en un centro de día al aire libre.



Al Paseo íbamos a dar la vuelta reglamentaria, esa vuelta que los almerienses fuimos heredando de nuestros mayores, que conocieron el lugar en los años de esplendor cuando estaba sembrado de cafés y veladores. 



El Paseo era un gran teatro donde no paraba la función hasta que llegaba la noche. Qué curioso lo que pasaba en Almería un día cualquiera de diario. Ese gran Paseo repleto de gente se transformaba en una avenida solitaria una hora después de que cerraran los negocios. Todo el bullicio se iba a dormir a la misma hora. Un lunes de invierno a las nueve de la noche ya no había un alma en la calle,  ni siquiera en el Paseo.



El alboroto regresaba puntual todas las mañanas, cuando empezaban los desayunos y cuando abrían los kioscos. Hoy que apenas queda uno abierto, se puede afirmar que los kioscos eran los faros del Paseo, que iluminaban con su repertorio de periódicos y revistas cada amanecer. A primera hora del día el olor a tinta de la prensa recién salida de la rotativa se mezclaba con el del café caliente. Nadie podía imaginar que treinta años después el papel iba a pasar de moda y que los kioscos se iban a convertir en piezas de museo.



Los kioscos del Paseo tenían un río constante de vida. Recuerdo que el día que llegaban las revistas del corazón se formaban revuelos delante del mostrador y que los lunes, sobre todo si había ganado el Madrid, los hombres hacían cola para no quedarse sin el Marca, que hace medio siglo era la Biblia. Al kiosco iban los adolescentes a ver las portadas de las revistas eróticas y el caradura de turno que entablaba una conversación con el dueño para leer gratis la prensa, siempre con la misma frase de coartada: “Voy a echarle un ojo”. El ojo se lo echaba, y bien echado, pero sin gastarse un céntimo.



Íbamos a dar nuestra vueltecica reglamentaria por el Paseo porque allí nos sentíamos más universales. Los niños, acostumbrados a no salir de las fronteras de nuestros barrios, experimentábamos la sensación de una aventura cuando pisábamos las losas del Paseo.



Si estabas aburrido no había mejor remedio que sentarte en un banco del Paseo, que era gratis, y esperar a que la vida fuera pasando por delante como si estuvieras sentado en la butaca de un cine.

Al Paseo también se iba a mirar y a ligar. Los muchachos nos acomodábamos en un banco de la Plaza de la Leche y aguardábamos con paciencia a que pasaran las niñas. Los sábados que organizábamos bailes en alguna cochera o en algún local vacío, solíamos ir al Paseo para reclutar muchachas, porque teníamos muy claro que a la hora de organizar la fiesta era mejor que ellas nos superaran en número.


Las tardes de los domingos, que siempre venían con ese poso amargo de melancolía que le contagiaba la presencia del lunes, nos consolábamos sentándonos en un banco del Paseo, donde pasábamos las horas muertas comiendo pipas y tostones. La existencia del kiosco de las pipas le daba sentido al Paseo en aquellos atardeceres fatídicos de domingo en los que tu equipo había salido derrotado. Cuánto consolaban las pipas calientes. Por un duro te ibas cenado.


En las ‘vueltecicas’ del Paseo teníamos cabida todos: los viejos, los niños, los enamorados, los recién casados y hasta los matrimonios de piedra que ya no tenían más ilusión que recorrer los escaparates de las tiendas para ver las gangas de temporada.


Por el Paseo transitaban los reclutas de Viator buscando desesperados la mirada cómplice de una muchacha que le hiciera más llevadero el amargo trago de la mili.


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