En septiembre de 1972 los almerienses nos sentíamos orgullosos de nuestra Residencia de Ancianos, que según nos habían contado los periódicos, estaba considerada como una de las más modernas de Europa y acababa de ser elegida centro piloto del Plan Gerontológico Nacional.
Cuando la construyeron fue recibido por los poderes de la ciudad como un ejemplo de progreso, como una gran edificación que venía a subrayar los nuevos tiempos de una Almería vertical, en la que se identificaba el desarrollo con el número de plantas de los nuevos edificios. Cuanto más alto, más prosperidad y mejor gusto, se decía entonces.
En marzo de 1971 se inauguró la residencia para pensionistas de la Seguridad Social, un gigante de doce plantas en la vieja carretera del Zapillo que llegaba hasta el río, al borde de un camino donde todavía se cruzaban los carros de mulas que iban y venían de los cortijos de la vega con los Seat 600 de los bañistas que se perdían por aquel trozo de playa.
Más de doscientas plazas para ancianos, comedores, salones de juegos, varias salas de televisión y espléndidas terrazas desde donde se dominaban las mejores vistas de Almería, desde las sierras de Gádor y los Filabres hasta el Cabo de Gata y Roquetas, formaban un complejo de futuro levantado en uno de los parajes más bellos de la ciudad. En aquel tiempo, la zona ofrecía un paisaje rural alejado del ruido de la ciudad. Las casas del Zapillo quedaban lejos porque los accesos eran más un camino rural que una carretera, donde mandaban los socavones y los charcos cuando llovía.
Al pasar la Central Térmica aparecían las antiguas formas de vida de la vega, que apuraba sus últimos días entre cañaverales, balsas y cortijos. Todavía no se había formado el barrio de Nueva Almería, y el olor de los establos y los aromas de la verdura recién cogida llenaban de vida aquellos paisajes. En los veranos la carretera era frecuentada por coches que buscaban el refugio de la playa, pero los bañistas no solían pasar de la frontera que se levantaba en el espigón de la Térmica. Más allá la vida urbana se extinguía cuando el camino se estrechaba hasta llegar a la desembocadura del Andarax. En los primeros años setenta, la boca del río sonaba a lugar remoto, y llegar hasta allí para los que venían del centro de la ciudad era como hacer un pequeño viaje. A la boca del río íbamos en contadas ocasiones: el día que caía una tormenta y la gente se acercaba para contemplar la desembocadura de una punta a otra de agua, o cuando había que tirar los muebles viejos o los escombros de alguna obra.
En marzo de 1971 se inauguró la residencia para pensionistas de la Seguridad Social, un gigante de doce plantas en la vieja carretera del Zapillo que llegaba hasta el río, al borde de un camino donde todavía se cruzaban los carros de mulas que iban y venían de los cortijos de la vega con los Seat 600 de los bañistas que se perdían por aquel trozo de playa.
Más de doscientas plazas para ancianos, comedores, salones de juegos, varias salas de televisión y espléndidas terrazas desde donde se dominaban las mejores vistas de Almería, desde las sierras de Gádor y los Filabres hasta el Cabo de Gata y Roquetas, formaban un complejo de futuro levantado en uno de los parajes más bellos de la ciudad. En aquel tiempo, la zona ofrecía un paisaje rural alejado del ruido de la ciudad. Las casas del Zapillo quedaban lejos porque los accesos eran más un camino rural que una carretera, donde mandaban los socavones y los charcos cuando llovía.
Al pasar la Central Térmica aparecían las antiguas formas de vida de la vega, que apuraba sus últimos días entre cañaverales, balsas y cortijos. Todavía no se había formado el barrio de Nueva Almería, y el olor de los establos y los aromas de la verdura recién cogida llenaban de vida aquellos paisajes. En los veranos la carretera era frecuentada por coches que buscaban el refugio de la playa, pero los bañistas no solían pasar de la frontera que se levantaba en el espigón de la Térmica. Más allá la vida urbana se extinguía cuando el camino se estrechaba hasta llegar a la desembocadura del Andarax.
En aquellas últimas semanas del verano de 1972 las familias que vivían del mar vieron como uno de sus viejos anhelos se hacía realidad, la puesta en marcha de una nueva lonja de pescado adaptada a los nuevos tiempos.
Mientras íbamos dando pequeños pasos hacia adelante, seguíamos tejiendo el sueño del cine y nuestros paisajes aparecían en las películas para decirle al mundo que éramos como Holywood, pero mucho más pobres. Nuestra economía seguía dependiendo de los emigrantes que estaban en Francia, Alemania y Cataluña, y de la tradicional faena de la uva que todos los años se iniciaba cuando el verano tocaba a su fin. En 1972, el temor de los cosecheros y de los exportadores era que el negocio se pudiera resentir en el momento en el que Gran Bretaña entrara a formar parte del Mercado Común.
La uva era un soplo de vida para la provincia y para la ciudad. Durante varias semanas el puerto se llenaba de actividad y Almería parecía de pronto una urbe industrial donde sobraba el trabajo. Eran los últimos días de ese verano que se resistía a abandonarnos.
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