Superado el ecuador juliano de este atropellado verano, con la covid 19 en belicosa retaguardia, nos aparece ahora otra nueva amenaza: la de la llamada viruela del mono, en tanto las Españas arden por doquier. Un lamentable panorama que más se parece al inicio de cualquier prólogo apocalíptico que al epílogo de una compleja y dura travesía de más de dos años. Pese a esta apresurada radiografía, el mundo es mundo y el personal abarrota las concentraciones de saraos personales y fiestas populares en las que se cumple con la tradición y no faltan los pregoneros y pregoneras a quienes la ausencia festiva les ha proporcionado un periodo vacacional. Unas vacaciones que se adelantaron, tiempo ha, a otros pregoneros que ya no nos despiertan con su particular pregón, ése que tanto ha propagado y vendido y que, como otras tantas y ancestrales costumbres, ha sido engullido por los nuevos modos de la comunicación. Como lo han sido los viejos alguaciles que con su personal entonación han pregonado, contado y cantado cuanto se les encomendaba. La idiosincrasia de cada lugar no era ajena a estos personajes que, además del eco que han tenido en el cine y en la literatura, muchos hemos conocido y aplaudido.
En los recuerdos con perfume frágil de un día cualquiera habita Tomás Rodríguez Castaños, el pregonero municipal de mi pueblo que a golpe de caja y sones de cornetín hacía saber por orden del señor alcalde toda una miscelánea de edictos, disposiciones y bandos, a la par que cualquier novedad que interfiriera en el discurso cotidiano del vecindario, desde el día y la hora fijados para la inspección veterinaria de las caballerías, o para la castración de los guarines, hasta la fecha establecida por los servicios correspondientes para pasar por el consistorio y tramitar la renovación del carnet de identidad. La actuación del pregonero siempre supuso para los pequeños de aquel tiempo una convincente razón para hacer novillos e incorporarnos al cortejo cívico que acompañaba a aquel señor que con gesto solemne siempre nos hacía guardar silencio ante sus cantarines comunicados.
Sería enriquecedor conocer los recuerdos desnudos de adornos de cada cual respecto a su pregonero particular. En este sentido me hablan de Nicomedes el Pregonero -ni comes ni bebes, Nicomedes, que decía la grey de Cerecinos de Campos, más allá de la estepa castellana-, el alguacil y pregonero de este pueblo que en nombre del señor secretario municipal, no del primer edil, cantaba con su vieja trompeta por las esquinas de la localidad un engrosado repertorio de anuncios. Además de las disposiciones del consistorio, Nicomedes alegraba los fines de semana de sus vecinos con la información detallada acerca de la cartelera cinematográfica y de la apertura de la sala de baile donde los sábados por la noche amenizaba la orquesta de Villalpando. El pregonero no descansaba los demás días de la semana: el lunes recordaba al vecindario la presencia de Ángel Casquero, el frutero que suministraba los productos de la huerta; el martes era Fernando, el pescadero, objeto del pregón de Nicomedes que no olvidaba ninguna variedad del género marino que se ofrecía; los miércoles, el pregonero daba cuenta de la presencia en el municipio de los vendedores textiles, y, por supuesto, la trompeta de Nicomedes no podía silenciar la celebración de las fiestas de los quintos, la liga de frontón o la actuación de “Los Zingaros”, que a lomo de sus carromatos bebían la vida a tragos.
Extinguidos esos pregoneros, ahora, lo más que nos acerca esas humanas campanadas del reloj que nos iba dando las horas de la mañana o de la tarde es el camión del tapicero, que siempre llega a tu ciudad con una cantinela enlatada que suena a milonga caduca de un tocadiscos a más de cuarenta y cinco revoluciones por minuto. Un sucedáneo del pregón ambulante que chirría a todas horas, pero sobre todo en las vísperas matutinas. Claro que de ese camión tampoco se han salvado las siestas estivales. Los pueblos y ciudades viven ahora huérfanos de esos pregones que han alimentado el pasado, porque a ver quién puede decir que su infancia no son recuerdos de los pregones de su pueblo o de su barrio. Los pregones vivos viven más muertos que vivos. Ni tan siquiera el chiflo del afilador de cuchillos nos recuerda que aún necesitamos de otras herramientas y tecnologías más primitivas. El estañador ya no pregona la habilidad de sus manos para remendar lebrillos, fuentes y sartenes; el paragüero dejó el oficio en la última primavera, el colchonero no vende las bondades de sus tumbonas, y el buhonero se jubiló. Hoy, cuando retornaba a media tarde por las veredas de las besanas de mi pueblo he sentido un familiar pregón que ha evocado todos aquellos pregones: el de la escolanía de las ignotas chicharras. Un pregón que vive más que nunca en el recuerdo limpio con nombre y rostro de los pregones de mi infancia, el que cantan las chicharras.
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