La porra de churros forma parte de nuestra memoria sentimental desde aquella primera feria en la que nos dejaron salir solos y sentimos, de verdad, que habíamos dejado de ser niños.
Aquellos primeros churros con chocolate que compartíamos con los amigos cuando de madrugada cogíamos el camino de regreso, o aquellos churros que le pusieron el broche de oro a una noche de besos y abrazos en aquella feria en la que por primera vez conocimos el amor.
El puesto de los churros era tan imprescindible en la feria como los caballicos o la tómbola. Los churros eran el perfume de la madrugada y los churreros los que se encargaban cada noche de cerrar la feria cuando los primeros rayos del sol tocaban a retirada.
El de churrero es un oficio vocacional y hereditario que se va transmitiendo de padres a hijos. La mayoría de los churreros de Almería aprendieron la profesión antes de que les salieran los dientes, entre los fogones y las sartenes ambulantes que sus familias instalaban por las ferias y mercados de la provincia.
Detrás de cada churrero hay un mundo de madrugadas a la intemperie, de aceite hirviendo y bocanadas de humo que quitaban el frío y engañaban al hambre, de colchones en el suelo, luces de Tio Vivo y voces de charlatanes que anunciaban muñecas tras el mostrador de una tómbola.
Es un viejo oficio que se ha ido apagando con el tiempo, aunque todavía quedan algunas de esas familias que se mantienen en la profesión perpetuando la herencia. La última saga que dejó el oficio fue la de los churreros de la calle Gravina: Antonio Navarro del Pino y su esposa, María Isabel Martín Salinas. Eran la cuarta generación de una dinastía de churreros que inició la bisabuela de Antonio en 1890. Otra churrería histórica fue la del Mercado Central, que en 1898 ocupaba uno de los portales de la Circunvalación, donde hoy está el estanco. La Plaza siempre tuvo sus puestos de venta de churros y sigue teniéndolo porque sobrevive el del bar Habibi.
En los años de la posguerra se multiplicaron las churrerías por todos los barrios de la ciudad. Fue muy famosa en aquella época la churrería de las Cuatro Calles, que tenía el mostrador sobre la acera.
En La Almedina el bar Casa Juan se especializó en churros madrileños; más pequeños que las porras clásicas y con forma de corazón, se bañaban en azúcar y se mojaban después en el café.
La churrería del 18 de Julio surgió a finales de los años cuarenta cuando construyeron la clínica del mismo nombre. Es difícil encontrar a alguien en Almería mayor de cuarenta años que no haya pasado por aquel hospital que levantó el franquismo y por aquel puesto de churros donde la gente aparcaba sus males durante unos minutos. Había también lugares donde servían los churros a domicilio. El bar Pasaje tenía un servicio de desayunos que dos camareros se encargaban de llevar por las casas de los clientes.
En la historia de los churreros almerienses hay un apellido escrito en letras de oro, el del kiosco de Luis Marón. Es uno de los negocios que han conseguido sobrevivir. El negocio empezó en los años treinta cuando Carmen Segura Ruiz montaba el chiringuito por las ferias de los barrios y de los pueblos cercanos. Terminó estableciéndose en la calle Tejar del Zapillo, junto al bar Los Gallos. Su hijo Manuel Jiménez Segura siguió sus pasos y se estableció con un puesto de churros en la Plaza Pavía, mientras que su hija Isabel lo puso en el mercadillo de las 500 Vivienda, al lado de la farmacia de don Guillermo Verdejo. Cuando se casó con Luis Marín, se mudaron al badén de la Rambla, punto de encuentro de los obreros que pasaban a las cinco de la mañana camino de los trabajos. Su hijo, Luis Marín Jiménez, curtido en madrugadas de ferias, heredó el puesto que con el nombre de Kiosco Marín sigue en pie en la calle Santiago.
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