El último domingo de feria llevaba grabado todas las tristezas de todos los domingos del año. Si cualquier domingo nos llenaba el ánimo de sombras cuando caía la tarde, el domingo que terminaba la feria era un golpe definitivo que nos mandaba a la lona y nos dejaba fuera de combate.
Nos hubiera hecho falta al menos una semana de tregua para reposar las alegrías de la feria y empezar a pensar en lo que nos venía por delante, pero no, el calendario nos condenaba, no nos dejaba escapar y nos colocaba en una situación extrema en la que pasábamos del toro de fuego al otro toro, al que embestía de verdad, el de los exámenes de septiembre. Nuestro humilde toro de fuego nos podía dejar la huella de una pequeña quemadura o de un rasguño en las rodillas si nos caímos en las carreras por el Paseo, pero el otro, el Mihura, el de las deudas pendientes del curso pasado, nos daba una cornada con doble trayectoria que nos dejaba sin aliento al menos durante una semana, sin la mínima esperanza de que un cirujano nos aliviara de aquella profunda herida.
La traca no solo era el final de la feria. La traca era el último párrafo del verano donde se mezclaba la alegría de aquel alboroto festivo que a veces terminaba con un baño en la fuente de la Puerta de Purchena, con la tristeza del punto y final.
Cuando regresábamos a la casa después de la traca toda la euforia acumulada a lo largo de la feria se nos iba cayendo por el camino, como si lleváramos un agujero en los bolsillos del alma. Con el eco de la música y el ruido de los altavoces de la tómbola todavía en los oidos nos echábamos en la cama tratando de no pensar en lo que habíamos dejado atrás, en ese verano que tal vez sería para muchos el último de nuestra adolescencia. La adolescencia terminaba cuando acababas los estudios y tenías que buscar tu primer trabajo, aunque la feria siempre nos permitía, cada año, volver a ser adolescentes y olvidarnos del futuro que tanto nos perturbaba.
Había acabado la feria y al día siguiente la dura realidad se sentaba en los pies de la cama para darnos los buenos días. Venía con un libro en la mano y un manojo de apuntes, los mismos que habíamos sepultado bajo un montón de papeles el primer día de feria.
Teníamos el examen a la vuelta de la esquina y la sensación de no haber dado golpe en todo el verano. El tiempo jugaba ahora en contra, teníamos apenas unos días para intentar aprendernos al menos cuatro o cinco conceptos y presentarnos a la recuperación con la esperanza de optar a ese cinco pelado que nos permitiera seguir adelante.
Aquel día después de terminar la feria se nos hacía muy duro echar la vista atrás y pensar que el verano se nos había pasado volando, que parecía ayer cuando nos despedimos de los profesores y de los compañeros de clase como si fuera para siempre. En esos momentos nos dolía acordarnos de los días de playa, cuando refugiados en la eternidad de cada verano solo teníamos tiempo para ser felices. Nos dolía revivir las tardes de cañas con los amigos y las fiestas particulares donde íbamos a enamorarnos sin pedir nada a cambio.
Volvíamos a la realidad, al día a día de las malditas responsabilidades, a escuchar aquello del hombre de provecho y del que va a ser de tí si no apruebas este año. De nada nos habían servido las clases particulares, dinero perdido, y de nada nos servía intentar recuperar el tiempo en dos días. La feria nos había recordado que la vida estaba hecha para disfrutar y que para un muchacho de quince o dieciséis años no había mayor condena que los estudios. Pero había pasado el verano y no teníamos otra salida que volver a los libros.
Todo nos parecía lejano aquella mañana en la que nos sentábamos delante del libro de matemáticas, como si se tratara de un sueño; cuando en la radio sonaba por última vez la canción del verano, que tantas veces habíamos tarareado, un poso de tristeza nos dejaba un nudo en el corazón.
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