Había dos placas en la calle con el nombre del general Queipo de Llano: una en la esquina con la calle de José María de Acosta y otra en la fachada del asilo del Hospital Provincial. Los niños del barrio crecimos con el nombre del militar grabado en aquellas dos lápidas de piedra, pero no así en nuestro vocabulario, ya que por mucho empeño que pusieran las autoridades en recordar la figura del militar de Tordesillas, su nombre solo aparecía en los documentos oficiales ya que todos le seguíamos llamando calle de la Reina.
En el boletín que nos daban en el colegio de San José, en la dirección ponía Queipo de Llano 15, pero para nosotros, cuando alguien nos preguntaba, el nombre auténtico era el de calle de la Reina, porque era así como le llamaban nuestros mayores. Lo mismo ocurría con el cine Roma, que para todos, aunque vinieran de barrios lejanos, no tenía otra dirección que la calle de la Reina.
El general se quedó muy solo en Almería, con su nombre colgado de las dos lápidas de piedra, viendo como el tiempo iba deteriorando las letras sin que a nadie le importara. Nunca se llegaron a restaurar, hasta que un día, con la llegada de la democracia, se decidió devolverle oficialmente al lugar su nombre de calle de la Reina, desterrando definitivamente la sombra de Queipo de Llano. Los rótulos tenían tan poca vida que el último, el de la fachada del Hospital, estuvo colgado hasta hace diez años sin que nadie reparara en su presencia.
A pesar del poco arraigo que el militar tuvo en la ciudad, su nombre figura escrito en la historia de Almería, como el primer oficial importante que nos visitó después de la guerra civil. El lunes diez de abril de 1939 Almería recibía como si fuera un héroe a Gonzalo Queipo de Llano, general jefe de los ejércitos del sur, uno de los brazos más duros con los que había contado Franco para conseguir la victoria y un acreditado experto en los discursos patrióticos, como había demostrado en sus mensajes y arengas radiofónicas durante los tres años de guerra civil. Venía con la intención de levantar la moral de la población y de explicarle a la gente, sobre todo a los escépticos, a los que habían perdido la guerra, que la nueva España nacida del golpe militar estaba dispuesta a perdonarlos.
Llegó a Aguadulce procedente de Granada. Venía en coche, con un séquito militar y falangista y bien arropado por el cronista oficial de Radio Nacional, Javier de Navarra. Lo esperaba el Gobernador civil Francisco Pérez Cordero y el alcalde Vicente Navarro Gay. Desde Aguadulce la comitiva se dirigió a Almería, entrando por el Parque, donde las fuerzas militares esperaban al general.
Queipo de Llano, que llegaba henchido de ardor guerrero, se bajó del vehículo y a pie se dirigió a la tribuna que había sido instalada delante de la puerta del Círculo Mercantil. A la entrada, un grupo de señoritas vestidas de enfermeras escoltaron al militar.
Estratégicamente situado en la tribuna y con la autoridad de un general que acababa de ganar la guerra, Queipo de Llano se dirigió al pueblo de Almería con un mensaje lleno de ánimo, pero a la vez cargado de rencores por tratarse de una ciudad que había sido fiel a la República.
En las palabras del militar hubo mucha ironía: “Almerienses, que dolor siento al ver el entusiasmo del pueblo de Almería por mi llegada. No me cabe en la cabeza que un pueblo como éste haya podido caer en manos de la canalla marxista, dominado por unos cuantos cobardes que se valieron de vuestra indiferencia, de ese dejar hacer que tanto os perjudicó siempre”, dijo el general en su arenga, recordando ese sambenito de inacción, de dejadez, de abandono, que ha pesado siempre sobre los almerienses.
“Si aquí hubiera habido hombres decididos no hubierais pasado por el aprobio de estar cerca de tres años bajo el dominio de esas masas sin patria, sin Dios y sin ley”, gritó Queipo de Llano a su auditorio, antes de llamar vagos a los almerienses. “Es preciso que sacudáis la holganza y os aprestéis al trabajo”, les dijo, levantando los aplausos y los vítores de los asistentes.
Aquella Almería que pisó Queipo de Llano era una ciudad quebrada por las heridas que habían dejado los tres años de guerra, asustada todavía por las bombas y con ese miedo más fuerte aún que el de los proyectiles, el miedo al hambre.
Era una ciudad de vencedores y vencidos. De vencedores que sacaban la cabeza del escondite tras sufrir la represión y sentir de cerca la muerte; de vencidos que habían tomado partido en la guerra y ahora se enfrentaban a las represalias del nuevo régimen; y de otros vencidos, la gran mayoría, los que sin pertenecer a un bando ni a otro habían perdido una parte de sus vidas.
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