El portal de la biblioteca era la frontera entre dos realidades: la vida ajetreada que corría por el Paseo y el silencio monacal que reinaba dentro. Bastaba con traspasar aquella puerta para tener la sensación de que estabas en un lugar sagrado, un escenario lleno de historias que se guardaban en viejos armarios de madera entre bolas de naftalina.
El tiempo parecía cautivo en aquel espacio, detrás de aquellas vitrinas de cristal donde se asomaban con cierto aire de melancolía grandes tomos de enciclopedias que seguramente nadie había solicitado jamás. Libros ajados por el tiempo que seguían esperando la mirada de ese lector que nunca llegaba.
Hay olores que se agarran a la memoria con tanta fuerza que se quedan con nosotros para siempre como si fueran un recuerdo más de nuestra vida. A muchos, la antigua Biblioteca Villaespesa nos dejó su olor impregnado en el alma. Diría, incluso, que fue primero un olor antes que una biblioteca, que uno entró allí por primera vez atraído por ese perfume a libro viejo y a bolas de naftalina que se derramaba por las estanterías e inundaba la acera del Paseo. Si al pasar por la puerta de las cafeterías te embargaba un olor denso a café y a churros recién hechos, cuando llegabas a la altura de la biblioteca el perfume de los libros antiguos salía a la puerta como un reclamo.
Ocupaba una casa burguesa de dos pisos. En el bajo, nada más entrar, empezaban los armarios acristalados donde estaban encerrados grandes volúmenes apolillados por el tiempo. Libros que seguramente no se habían movido de allí durante décadas, pero que le daban al edificio una majestuosidad de biblioteca medieval.
Arriba, al subir las escaleras, aparecía la ventanilla donde se pedían los libros, tras haber rellenado previamente una hoja, y enfrente estaban los muebles fichero de consulta previa. En medio, la puerta de entrada a la sala de lectura, con sus pupitres de madera que tenían la huella de todo el que estampaba impunemente sus iniciales. Aquellos pupitres de posguerra llevaban incorporado un brazo de luz artificial y un pulsador de timbre para solicitar el servicio de obras que casi nunca funcionaba.
Tenía una cristalera donde aparecía grabado el símbolo franquista con el escudo de España y el águila imperial, y un enorme cuadro con un paisaje de la Chanca, que presidía una de las paredes.
La ‘Villaespesa’ fue la biblioteca de la posguerra. Creada por iniciativa del Gobernador Civil y Jefe provincial del Movimiento, Manuel Urbina Carrera, fue inaugurada el 18 de mayo de 1947. Se abrió con catorce mil volúmenes, muchos procedentes del Archivo Municipal y del Archivo Histórico Provincial. Además de la sala de lectura, se habilitó una sala de exposiciones y un salón de conferencias y conciertos, utilizados por los intelectuales de la época. Algunos, como Celia Viñas, estuvieron muy comprometidos con la Biblioteca Villaespesa desde antes de su creación y el mismo día de su inauguración, publicó un texto en el diario Yugo que decía: “Cuando hoy, 18 de mayo, el estudiante, el obrero, la mujer, el niño, el hombre académico, suban al Paseo, el nombre de un poeta familiar los llamará con asociación musical de líquidas fontecinas alpujarreñas “Biblioteca Francisco Villaespesa”, y la hora del juego, del descanso, del paseo, podrá remansar en el silencio del libro...”.
El nombre de Celia Viñas estuvo vinculado en este proyecto al de Hipólito Escolar Sobrino, primer director que tuvo el centro, con el que colaboró mano a mano en la programación de actividades. Por la Biblioteca pasaron nombres ilustres de artistas almerienses en exposiciones de pintura y recitales de música y poesía. Uno de ellos, el poeta Aureliano Cañadas, trabajó allí durante años tras ser nombrado ordenanza en marzo de 1958.
La Biblioteca tenía sus inquilinos según la hora del día. Los mañaneros eran lectores de prensa, casi siempre jubilados o gente desocupada que aprovechaba el lugar para darle un repaso a los periódicos del día sin gastarse una peseta y de paso buscar refugio si hacía mal tiempo.
Por las tardes era difícil encontrar un hueco en la sala después de las seis. Iban muchos estudiantes a consultar enciclopedias y atlas para hacer los trabajos que les encargaban los profesores o a preparar algún examen huyendo de la soledad de sus habitaciones. En invierno había quien se pasaba la tarde encerrado en la Biblioteca para resguardarse del frío. Algunos no iban a leer ni tampoco a estudiar, sino a ver a las niñas del instituto y a mirarles las piernas cuando subían las escaleras de mármol. Yo descubrí el lugar a comienzos de los años setenta, cuando mi hermano me llevó a leer tebeos. Los que entonces no teníamos posibilidad de comprarnos un comic de Asterix, de Tintin o las aventuras largas de Mortadelo y Filemón, que eran ediciones de lujo, acudíamos a la Biblioteca a disfrutar de aquellas obras maestras que a muchos nos marcaron la infancia. Eran las más demandadas por la gente joven, después de aquella enciclopedia que los funcionarios del lugar nunca nos prestaron a los menores, que se llamaba ‘Vida sexual’, en la que aparecía una fotografía de una mujer desnuda. Un día, a alguien se le ocurrió recortar la foto y llevársela para siempre, por lo que la solicitada enciclopedia perdió todo su atractivo.
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