Almería. Son las siete de la tarde y la noche se ha bebido la claridad del domingo. Argentina y Francia acaban de escribir el poema más bello de una final mundialista. Verso de emociones. Elegía de franceses corpulentos y gigantes: el nuevo fútbol, dicen. Balada en verso de unos tipos normales, atados al canto callejero de un diez pequeñito. El Messi migrante al que Buenos Aires negó su argentinidad jubila su carrera rebasando todos los umbrales y, como el zorzal criollo, se saca de la manga el último baile: el mejor baile de su historia.
En la Rambla de Almería, cientos de jóvenes argentinos han bajado ya de la mística y canturrean tangos con letra de arrabal futbolero. Sacuden ahora su añoranza atlántica. Sobre la morriña del océano que separa, el fútbol. La albiceleste quema. Un himno abrasa. Una epopeya, cuando nadie la esperaba. Y Messi, subido a la peana de los elegidos de este deporte extraño, manuscribe el renglón esquivo que Maradona, desde arriba, dominaba desde el 86.
Aquel año en que El Pelusa desató su ingenio, Argentina seguía estrangulando su futuro. Lejos quedaban los años 20 del siglo pasado cuando aquel país igualaba a Francia en renta per cápita. Empezaron, entonces, las suspensiones de pagos de su deuda externa y el corralito bancario, aquellas restricciones para retirar fondos, la crisis social de 2001, fueron el detonante de una emigración masiva. Fue ahí, entre saqueos y protestas, cuando gentes como Carlos -fino albañil de Vícar- sacaron un billete de avión con destino a Almería. Habían oído hablar de una provincia sureña en la que el 15 por ciento de sus gentes son extranjeros. Llegaron en masa. Alquilaron casas donde buenamente pudieron. Tropezaron con los trabajos más hostiles. Lucharon. Y montaron restaurantes. Y se hicieron autónomos. Y aquí nacieron sus hijos, que hoy pueblan colegios, institutos y universidad, y hablan con este acento indaliano tan nuestro. Y aquí se iniciaron en la aventura de ser almerienses a casi 10.000 kilómetros de aquella tierra de soñadores.
Porque eso fue Argentina. Desde finales del siglo XIX y hasta mediados del XX, miles de almerienses vieron por última vez la Alcazaba, desde el puerto, como en aquel vapor Cádiz que salía de Almería el 10 de enero de 1911. O como en aquel Princesa de Asturias que el 5 de marzo de 1916 se hundía frente a las costas de Brasil, con rumbo al puerto de Buenos Aires -murieron catorce vecinos de Albanchez: impacta la visita a su cementerio-. Esperaban ansiosos aquel maná de vacas, lana y cereales para salir de la mediocridad española. Miles de españoles que embarcaron a aquellos campos de oportunidades, antes y después de la Primera Guerra Mundial, nunca volvieron a ver la alacena del pueblo donde nacieron.
Por eso, porque los abuelos mantienen el recuerdo de la Argentina del tango y del Mar de Plata, la de los años felices y muy locos, aquella de teatros llenos y una radio que despierta y la moda femenina iluminada por Chanel, los descendientes de aquellos almerienses pobres nunca entendieron la caída del imperio.
Pero cayó. Y entonces los barcos y los aviones se cargaron de migrantes. Venían a habitar los pueblos de donde huyeron los nuestros hace un siglo. Con una edad media de 39 años -40 años, la de la provincia-, a 1 de enero de 2022 había 1.867 argentinos en Almería. En realidad, son más. Alejandro, del restaurante Martín Fierro de Las Negras -en Almería desde 1988-, nos dice que podrían ser unos 7.000: “Hay muchos que, como yo, tienen nacionalidad italiana”.
Messi también viene de ahí. 18:55 horas. Montiel retrocede cinco metros. Nueve segundos. Eso tarda en acomodar la mente. En espantar los demonios. El corazón se acelera a prueba de fallo. Alejandro y los suyos no quieren mirar. Por un momento, desearían volver atrás. ¿Y si falla? Por Dios. ¿Y si falla?
Jorge Colipe, de Radio Macael, esconde su cara tras una camiseta. En la soledad de una tarde sin cuñados. Y se detiene todo. Y el tiempo también se detiene. Una carrera. Montiel. Golpeo a la izquierda. La bancada azul y blanca grita como un Hércules al mundo: Messi, que es un David chiquitito, se arrodilla. Mira a su abuela, al cielo que siempre buscó. Y nuestros hermanos argentinos, a veces tan suyos, se arrodillan tal como el nuevo rey. De pronto, una explosión de patriotismo invade la faz de la tierra. Territorio de washapp. Se descorcha la mejor botella de champán. Prorrumpe una invasión de melancolía en el alma errante. Qué lejos y qué cerca quedaba la patria, pero qué colonización de euforia.
En la Rambla, Jaddy González, en nombre de los colombianos, se unía a la fiesta: “Brindamos por América Latina. Porque todos somos uno”, nos relataba con su enérgica voz. En Huércal Overa se echaban a la calle. Y en Roquetas. En Villablanca, en la capital, un argentino llora derrotado por los nervios. Turbado, aterrorizado. Una camarera argentina abandona la barra y le grita al oído. Campeones, campeones, la concha de mi madre. Escorzo de júbilo, la muchacha. Pero el hombre no puede levantarse. Es una plañidera. Gime con una dicha que contagia a los que pasean al perro. Los de Messi canturrean algo en las azoteas. Claxon de coches humanizados.
Habían traspasado la linde del olvido para llenar de color y de sentido una tarde de Adviento. En la correría de Messi y de ese portero medio chalado, ante el asedio francés, frente al temor de una nueva plaga de pesimismo existencial, faltaba el milagro: el viaje a la felicidad, 36 después.
Todo romance tiene su relato épico. Argentina es fútbol. Allí nació Di Stéfano, Kempes, Maradona. En La Bajada, Rosario, nació Lionel. El diminuto potrero de esquinas. El niño que crecía poco. Invisible y molesto como una pulga. 525, calle Lavalleja. El hijo de la Puchi. El mejor futbolista habido (encuestas de As, Olé y Marca). Como dice Nahuel Lanzillotta, Messi es la suma de todos los Messi.
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