Es imposible hacer memoria del Club de Mar sin tener presente a Jesús Durbán Remón, un almeriense cabal, su primer presidente cuando en 1949 se creó la sociedad que le dio vida. Era una personalidad muy respetada en Almería, abogado del Estado y más tarde presidente de la Diputación Provincial y director general y jefe de la asesoría jurídica en varios Ministerios de Madrid. Pero sobre todo un hombre que escanciaba bondad y empatía allí por donde pasaba. El Club de Mar le debe su sólida permanencia en la vida almeriense al haber configurado casi de la nada, y con muy contados socios -al principio en los aledaños de la Pescadería- un centro deportivo y cultural, principalmente dedicado a las actividades marineras en una ciudad que históricamente vivía de espaldas al mar. El propio Jesús Durbán dio ejemplo de afición a este deporte con su embarcación Joven Dolores, continuada luego por su hijo Luis, prestigioso profesional de la abogacía.
Saco a pasear la memoria del Club de Mar porque otra de sus instituciones ha sido durante siete décadas la familia Sierra concesionaria del restaurante que desde los años cincuenta ha dado brillo y esplendor a la gastronomía almeriense en sus más variadas recetas. Baste señalar, porque como muestra sirve un botón, su deliciosa sopa de mahonesa solo igualada años más tarde en el restaurante Sevilla, otro de los santuarios del buen comer en nuestra ciudad. Y lo hago con un recuerdo muy especial al maestro Francisco Sierra López, fundador de la saga, a su hijo Francisco Sierra Sánchez y a su nieto Francisco Sierra Zapata, sin olvidar al jefe de sala Eduardo Fernández que ha sabido mantener el estilo inconfundible de un restaurante por cuyos ventanales entra como un huracán el bendito sol de nuestra tierra. Y tampoco puedo olvidar a José Jiménez Jibaja, Pepe el Cariñoso, la versión almeriense de la cordialidad quien al término de su jornada laboral se encaminaba al asilo de la Hermanitas de los Pobres a llevarle a los ancianos golosinas y cigarrillos comprados con las perras que sacaba de las propinas.
La familia Sierra va a ceder el testigo a quien resulte elegido por la Directiva para continuar con la contrata de restauración, por lo que parece obligado rendir este modesto homenaje a esa dinastía y a los buenos equipos de camareros y de cocina que han mantenido viva la llama de la calidad y el buen servicio durante tantos años en el Club de Mar. Un club en el que nadie se sentía extraño ni pesaba en exceso el ambiente político general que lo impregnaba todo en España. No cabe duda de que, lo mismo que el Casino, era un centro moderadamente elitista en una ciudad sin muy alta burguesía ni aristocracia a diferencia de otras capitales andaluzas en las que los apellidos, los títulos nobiliarios y la cuna eran determinantes en la escala social. En Almería no había otro marquesado que el de la simpática Pepita Torrealta casada con el no menos entrañable Manolo Paramés. Bueno, había alguno que otro más pero no eran precisamente muy conocidos. Acaso por esta circunstancia, única en el conjunto de Andalucía, el Club de Mar no estaba contagiado de la tontería imperante en otros centros similares de la región. Su restaurante estaba abierto al público en general, en contra de las costumbres de otros exclusivos clubes andaluces reservados a los socios que pagaban altas cuotas anuales. Y ahí era donde reinaba la familia Sierra con una cocina sencilla y típicamente almeriense enriquecida por suculentos pescados y mariscos del cercano puerto al que se asomaban sus terrazas.
Celebraciones de bodas y banquetes de todo tipo eran frecuentes en su libro de reservas. Y en verano bullía el jolgorio juvenil, sobre todo en la Feria cuando se organizaban
cenas de postín amenizadas por cantantes de moda. Allí escuchamos por primera vez a muchos de los famosos del momento como Alberto Cortez que venía estrenando sus melodías: Las Palmeras, Cuando un amigo se va o Castillos en el Aire. Ciertamente no era una entrada tan asequible como la de la Caseta Popular. Y en todos los eventos triunfaba el buen servicio y los sofisticados menús, sofisticados para aquel tiempo, que el catering del Club de Mar ofrecía a un selecto público de etiqueta, hombres smoking y mujeres vestido cóctel, que derrochaba ganas de diversión en las noches verdaderamente incomparables de aquellos finales de agosto. Seguramente la descripción que antecede no sea políticamente correcta a los ojos de la sociedad actual. Pero era así y la historia no se puede cambiar, por mucho que nos parezca más coherente con los tiempos el modelo de sociedad democrática que disfrutamos hoy en España.
Deseemos suerte al próximo nuevo inquilino de los fogones del Club de Mar, que no debe olvidar que a lo largo de cerca de setenta años se han cocido allí los mejores recuerdos de una Almería ya desaparecida y superada pero no por ello menos feliz y confiada.
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