En el día de la mujer son pocos los que se acuerdan de aquellas trabajadoras de la supervivencia que se jugaron la libertad y la salud trapicheando con el azúcar, los embutidos, la leche y hasta las medicinas, para poder darle de comer a sus hijos en los años del hambre.
Se jugaban el tipo todos los días trayendo mercancías de los pueblos más lejanos y saltándose después la vigilancia de los fielatos o vendiendo a escondidas de los guardias en el entorno de la Plaza de Abastos, sin otra recompensa que u,nas pocas monedas para poder comer ese día.
Era un comercio de subsistencia, de productos básicos, que se concentró sobre todo en la calle Juan Lirola y sus alrededores, un lugar estratégico por estar bien comunicado a través de bocacalles con la Rambla y la Vega, caminos por donde era fácil perderse cuando aparecía la pareja de municipales o la temida guardia civil.
No solo trapicheaban las mujeres, también se empleaba a los niños, que lo tenían más fácil a la hora de no levantar sospechas ante la autoridad. Aquel entorno y aquella forma de vida fue la escuela de Domingo Molina Pérez, que desde los siete años desarrolló un instinto especial para ganarse la vida. En plena posguerra, cogía un pipote, lo llenaba de agua y se iba a la calle Juan Lirola a darle de beber a las estraperlistas. Solían rondar las aceras con sus cargamentos escondidos bajo las ropas. Aquellas vendedoras furtivas ocupaban el lugar al amanecer y no se iban hasta que habían conseguido vender toda la mercancía o hasta que la pareja de municipales se presentaba en la calle para espantar el negocio. Domingo, que las conocía a todas por su nombre, llegaba con su jarro ambulante para aliviarles la sed por una perra gorda. La que no tenía una moneda le daba un puñado de harina o un trozo de pan tierno que el niño guardaba como si fuera un tesoro. Existía también un estraperlo que se concentró en el puerto, basado en los productos que llegaban por el mar en los buques de pasajeros y en las barcas de los marineros que se ganaban un sobresueldo con el comercio ilegal. El puerto fue un nido de estraperlistas. Eran auténticos actores y actrices, expertos en el arte del disimulo y la argucia, hábiles, intuitivos, piratas de una época en la que tenían que buscarse la vida a base de picardía para salir adelante.
Trapicheaban los maleteros que cargaban y descargaban los equipajes del barco de Melilla con efectividad y disimulo, los camareros, que pasaban la aduana como si atravesaran el salón de su casa y hasta la Anicaca, la limpiadora de los retretes del Muelle, la que no levantaba sospechas entre los guardias, la que conocía todos los entresijos del complicado arte del estraperlo. Su nombre verdadero era Ana, pero alguien le colgó detrás el apodo en homenaje a su auténtica profesión. Cada estraperlista tenía su propia clientela, con la que mantenían una relación familiar, basada en la confianza que daban los años y el trabajo bien hecho. Algunos iban por las casas repartiendo su mercancía, por las tiendas y por los bares que le habían encargado los productos. Otros se citaban en el lugar estratégico: “Te espero en la Posada del Mar”, era una consigna repetida en las inmediaciones del Muelle.
La Posada del Mar tenía un hermoso patio porticado, refugio de estraperlistas. Los soportales eran un buen rincón para los negocios turbios. Allí llegaban las mujeres del puerto, con sus mantones repletos de mercancía para esparcirla en el suelo. En la esquina, colocaban un compinche vigilando por si aparecían los guardias y había que recoger y salir corriendo.
Fueron célebres los Joya, estraperlistas del cerrillo del Hambre que se pasaron media vida esquivando vigilantes en las aduanas. Enriqueta, una de las alumnas aventajadas de esta familia de comerciantes sin carnet, bajaba desde su casa en La Chanca hasta el Muelle, portando un inmenso cántaro de barro que supuestamente iba a llenar de agua. Su destino era el puerto, su objetivo, el pescado que traían las barcas. Cuando llenaba el cántaro de peces, Enriqueta regresaba al barrio y al atravesar el fielato, los guardias la dejaban pasar sin sospechar la mercancía que transportaba. El pescado lo salaba y junto a un cargamento de jabón, que ella misma hacía en el patio de su casa, se marchaba en el tren a recorrer los pueblos lejanos de la provincia de Granada.
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