Conocer a un cura era mucho más importante que ser amigo de un concejal o vecino de un médico prestigioso. Los curas tenían el mismo poder que podía tener cualquier autoridad hace sesenta años y además contaban con la ventaja de estar enterados de todo, de lo divino y de lo humano.
Los niños pensábamos entonces que los curas tenían hilo directo con Dios y que cuando nos colocábamos delante de ellos en la penumbra de un confesionario, lo sabían todo de nosotros sin necesidad de que nos explayáramos durante la confesión. Estábamos seguros de que al cura no lo podíamos engañar, que sabía perfectamente que le habíamos metido la mano en el bolso a nuestras madres, que mentíamos tanto como hablábamos y que mirábamos a las adolescentes con ojos de deseo, de ese maldito deseo que se nos iba derramando por la comisura de los labios y que nos despertaba de madrugada sin que supiéramos lo que quería de nosotros.
Recuerdo aquel sábado por la tarde cuando el cura jefe de la Catedral después de interrogarme sobre mis infinitos pecados, me puso la mano en el hombro, se colocó la biblia en el pecho y me dijo con tono inquisidor que si había mirado a alguna vez a alguien con mirada torva y aviesa. Yo no había oido jamás aquellas dos palabras, pero sin saber su significado me puse a temblar, intuyendo que aquellos dos adjetivos formaban parte del diccionario del mismísimo demonio, que siempre estaba al acecho.
Los curas conocían nuestros puntos débiles, sabían que no éramos aquellos niños perfectos que imaginaban nuestras madres, que teníamos un lado oscuro que era preciso iluminar con los buenos consejos y con la palabra del Señor. Convenía estar bien con ellos para que no se adentraran demasiado en nuestros secretos y para que nos echaran un cable si alguna vez necesitábamos su ayuda.
Los curas eran todopoderosos y lo mismo te buscaban un trabajo que iluminaban un noviazgo en una relación que no terminaba de cuajar. Quién no conoce en Almería el caso de alguien que sin tener estudios consiguió una buena colocación gracias a la mediación de un sacerdote bien situado. La recomendación de un cura era gloria bendita, mano de santo, y te podía abrir cualquier puerta.
También dominaban los asuntos del corazón. No solo se limitaban a dar buenos consejos para que las parejas tomaran el camino más recto hacia el matrimonio y la familia, sino que también, en algunas ocasiones, llegaron a ser los auténticos artífices de noviazgos y matrimonios. Como a los curas no les gustaban ni los solteros ni las solteras, no dudaban en intervenir para unir a dos almas solitarias que sin saberlo, andaban buscándose.
Las sotanas nos salían hasta en la sopa. Teníamos un cura de guardia que de vez en cuando se dejaba caer por el colegio para comprobar que nuestras lecciones de catecismo iban bien encaminadas, y que el crucifijo y la imagen de la Purísima seguían colgados de la pared. Había curas en los institutos y hasta en los equipos de fútbol. En el cuartel de los soldados tenían su capellán, lo mismo que en el campamento de Viator, y los centros de beneficencia, como el Hospital y el manicomio, no solo contaban con un cura permanentemente,sino que además tenían su propia iglesia. En la capilla del manicomio hacían la primera comunión y se casaban los vecinos del barrio de Los Molinos, que estaban tan ligados al cura de la parroquia como si fueran familia.
Los curas ocupaban todos los destinos imaginables. Lo mismo te encontrabas uno en la última fila de butacas del cine, comprobando que la película tenía el tono moral recomendable, que en el tele club del barrio donde los fines de semana proyectaban películas y se organizaban bailes juveniles. En los años sesenta los curas se lanzaron a la conquista de la juventud, temiendo que ésta se les fuera de las manos, y participaban activamente a la hora de organizar las actividades de ocio. Si los jóvenes querían bailar, porque así lo pedían los nuevos tiempos, mejor ante la mirada de un sacerdote que a oscuras.
Estaban en todas partes, como correspondía a su papel de siervos de Dios. Hubo una época en la que en Almería no se abría ningún negocio sin que antes fuera el cura del barrio a darle el visto bueno. Llegaba con el acetre y el hisopo y a golpes de agua bendita bendecía a los dueños, al mostrador, a los invitados, a la estantería y a la caja registradora. Cuando allá por el año 1970 mis padres abrieron una tienda nueva enfrente de la vieja, en la calle Arráez, no se les pasó por la cabeza abrir la persiana hasta que el cura de la familia, don Antonio García Flores, llegó repartiendo el agua bendita por todos los rincones. En la pared principal del negocio colocó el cuadro de un corazón de Jesús para que nos protegiera.
Cuando se inauguró el campo de fútbol de la Cañada, que en el año 1966 fue un acontecimiento de los llamados importantes, el primero que pisó el terreno de juego fue el Obispo don Ángel Suquía para regarlo con el hisopo. El agua bendita nos mojaba más que el agua de la lluvia y su acción purificadora era necesaria por el bien del negocio. Hasta el Chapina, célebre sala de fiestas de luces rojas, se puso en manos de un cura el día que abrió sus puertas.
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