Sopla afuera, a veces, el viento endemoniado de Celia Viñas. Las olas son aludes de espuma. Que asustan. Pero el Diego tiene que salir. Hoy toca. Ya son dos días de descanso y el cuerpo le pide rock. Y sale. Temprano. Por instinto, echa a suertes el sitio. Quizás sea el Paseo Marítimo en dirección al de Ribera. Aparece, entonces, un leopardo de 42 kilos, de cuerpo pequeño y atlético, piernas fibrosas y con la grasa justa para pasar el día. O tal vez sea la Rambla hasta el Cordel de la Campita. Desde allí, el sol aguijonea y Diego, que resopla lo justo, es un halcón peregrino que otea el ocre mágico de la ciudad y mira con nostalgia al Sáhara mientras avanza, raudo, con un único pensamiento: prepararse para ser el primero.
Diego Bautista nació hace 74 años en la calle Borja de un barrio con alma castiza: La Almedina. Tras sus trotes imberbes en aquellos bellos y estrechos laberintos que miran a la Alcazaba, en 1974 se fue al Sáhara a trabajar en un almacén de fosfatos. Le esperaba la ciudad de El Aaiún, aún colonia española. En 1962, tiempo después de que el geólogo Manuel Alía descubriera la presencia de estos minerales -hace 76 años-, España funda la empresa Fosfatos de Bucraa y cientos de españoles trabajaron en las minas o depurando el mineral en la planta de la costa atlántica, a 106 kilómetros. Diego era uno de ellos, pero su paso por las dunas de Laayoune duró menos de lo esperado. Tiempo tuvo para corretear por la Plaza de Mechouar y adentrarse en el misterio de la Catedral de San Francisco de Asís. Hasta que la Marcha Verde de Marruecos y las bombas del Frente Polisario en las estaciones de la cinta transportadora fueron escenificando el adiós. España vendía a Marruecos el 70 por ciento del capital y se quedaba con el 30 restante, pero el joven Bautista ya había decidido volver al Mediterráneo.
Como Almería aún era tierra de maletas que se iban a cualquier parte, en 1980 aterriza en la naval y portuaria Cartagena para currar en una fábrica de productos químicos. Ya casado, Diego permanece allí 15 años. Pero la vida le asesta un golpe que no esperaba y entonces tiene que aprender a elegir: “A los cuarenta años, cuando me separé, me dio por correr por no darme por la bebida”, nos cuenta.
Cuando en 1995 regresa a las callejuelas medievales de la Almedina y empieza a trabajar de bedel en un centro social, Diego Bautista ya había gastado varias zapatillas. En aquellos días, al running le apellidaban footing y se vestía con un chándal de poliéster generoso y, en el colmo del atrevimiento, con una cinta en la frente y unos tenis que parecían los de Manolo Santana. Pocas mujeres salían a trotar por la ciudad, nos recuerda. Corrían los muy frikis y Diego empieza a darse a conocer.
Pasión extrema En el año 2000, el footing pasa a llamarse jogging y nuestro atleta ya había empezado a competir. En 2006 vuelve a Cartagena para correr y, desde entonces, prueba suerte en Murcia, Granada, Ciudad Real y Almería. Su pasión por las carreras era ya tan extrema que no podía permitirse excesos. De cena ligera -el sábado pasado comió pasta, pollo a la plancha, un yogur y un plátano-, Diego bebe agua y, si acaso, zumo y solo prueba el alcohol en las bodas y comuniones. Eso explica que haya culminado la hazaña de participar en cuatro maratones. En 2009, en Zaragoza, hizo los 42,195 kilómetros en tres horas y 30 minutos. Se le subió el gemelo, pero aguantó: “En 2010, en Málaga, hice 3 horas y 10 minutos. Y en Murcia, en 2013, cuando me jubilé, hice 3 horas y 35 minutos”. Fue el último maratón.
Hace unos años, el médico le aconsejó que no subiera cuestas -que no bajara- y, al calor de la nueva moda del running, comenzó a trotar en las carreras populares de la Diputación -desde 2014-. Se le veía también en los medio maratones y en las pruebas solidarias. Como la del domingo por el autismo: “He hecho 22 minutos con 10 segundos en cinco kilómetros”, nos suelta, orgulloso de la marca. Dice Diego que la familia le pide que se retire, pero que no está dispuesto a hacer caso a quienes ni corren ni caminan: “No hay quien pueda conmigo”, insiste. Eso, justo eso, es lo que aconseja a los jubilados: “Menos sillón y más calle”, apostilla.
Espíritu indomable El espíritu de Diego es indomable. Como viejo depredador, cuando corre solo piensa en llegar a la meta “y en ganar”. Piensa en eso y en cómo sostener amigos en el tiempo. Como un tal Chema Martínez. O Abel Antón, con quien compartió pódium en Lorca. O el mítico Martín Fiz. Su club, el Guepardo Running Almería, es una reserva de amigos enardecidos y entusiastas deportistas. Tan pronto acuden al trail de Sierra Alhamilla como gritan en la carrera de la mujer. O en la de los bomberos. O en la de los espartanos de El Alquián. O en las del Circuito Provincial de Montaña. O en la ultramaratón Costa de Almería. O en la gala de las Carreras Populares.
Ni siquiera aquellos días grises de encierro y aplausos a las ocho de la tarde frenaron su adrenalina: “Entrenaba en el terrao de mi casa, a escondidas, y en el pasillo, que es muy largo. Hacía diez kilómetros todos los días. Yo no he parado”, evoca. Luego, pasado el ciclón de la mascarilla, volvió a llenar el alma de las calles de su ciudad con esa luz que emana de su mirada alegre.
Diego Bautista Ramos cumplirá en noviembre 75 años. Aquel niño de la Almedina sigue viendo amanecer atado a unas zapatillas. En los días claros, desde La Molineta, África se adivina muy al fondo. Aparecen, de nuevo, las dunas, los camellos y el fosfato. Quizás fue allí donde aprendió el Diego a ser como el guepardo del Sáhara, un hijo del viento en la también desértica Almería.
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