En un documento fechado en agosto de 1930, el historiador de la ciudad, don Joaquín Santisteban, contaba que el interior de la Catedral, cubierto con un bello enlosado de mármol, contrastaba en tiempos antiguos con el lodo en que se convertía el suelo de la plaza cuando llovía. El cronista destacaba que dentro, en el claustro, el pavimento era de cantería y que sólo era marmórea una lápida blanca, con caracteres ilegibles y una cara mal dibujada donde se podía apreciar la figura de una carabela con bonete, que señalaba la fosa donde estaba enterrado un sacerdote. Santisteban refería, que según narraba la tradición, quien allí reposaba eran los restos de un pertiguero de violento carácter, que reprendía a diario a los niños y que en un ataque de furor lesionó a un pequeño. Arrepentido de su acto, el sacerdote ordenó a su muerte, como expiación, que lo sepultaran en el umbral de la puerta por donde entraban los Seises, a fin de que constantemente pisaran su fosa los niños.
Si dentro del templo brillaba la blancura del mármol, en la plaza reinaban el barro y los agujeros. Para el mes de mayo de 1882, el Ayuntamiento invirtió 25.000 reales para celebrar allí las fiestas de la octava del Corpus.
Cuando terminaban las veladas del Corpus la decoración se mantenía y se aprovechaba para celebrar allí los festejos en la Noche de San Juan. Aquel verano, en la Plaza de la Catedral lució, a modo de ensayo, un farol de luz intensiva que la empresa del gas colocó para que el público juzgara las ventajas que reportaría para el alumbrado de la ciudad la adopción del nuevo sistema de gas, similar al que existía en la Puerta del Sol de Madrid, para remplazar al candelabro de cinco mecheros que había frente al templo.
Las mejoras, no conseguían adecentar definitivamente la plaza, que seguía bajo el estigma de su suelo de tierra. En la Navidad de 1885, cuando un temporal de lluvia azotó la ciudad, el suelo se puso intransitable que fueron los propios vecinos, los que denunciaron ante el Ayuntamiento el mal estado del lugar, invitando a las autoridades que “dispongan el arreglo del piso y la colocación de una faja de losas que la atraviese desde la esquina del Seminario hasta la calle del Cid, pues es imposible cruzar por aquel inmenso lodazal”.
Por esas mismas fechas, en vísperas de Nochebuena, el entonces alcalde interino, señor Barroeta, intentó acabar con la plaga de mendigos que en aquellos días llegaron a la ciudad, muchos procedentes de pueblos y ciudades cercanas, instalándose la mayoría en las inmediaciones de las puertas principales del templo. “Algunos hasta han montado sus viviendas junto a los mismos muros de la Catedral, con palos y mantas sucias que dan un aspecto miserable al lugar”, denunciaba el periódico La Crónica Meridional. Un año después, para el verano de 1886, se adecentó el suelo de la plaza con motivo de los festejos que se organizaron para la inauguración de dos nuevas campanas, costeadas por el cabildo, que se instalaron en la torre: una, la Purísima Concepción, de diez arrobas de peso, y la otra, San José, de siete arrobas.
Tras ser colocadas, la vecindad solicitó que una de ellas sonara de noche puesto que la encargada de hacerlo en aquella época, que era la campana de la Torre de la Vela, llevaba semanas sin avisar de las horas nocturnas al haberse declarado en huelga el campanero en vista de que el Ayuntamiento no le satisfacía “sus mezquinos haberes”. Los intentos por mejorar el entorno de la Catedral eran constantes en aquella época, aunque casi siempre quedaban en proyectos por la falta de liquidez de las arcas municipales. En enero de 1888 se colocó una potente farola en el centro de la plaza que fue muy festejada porque quedaba el lugar tan iluminado “como si luciese la blanca luna”. La prensa alabó también la iniciativa, pero criticó el abandono en el que se encontraba el Palacio del Obispo, que empobrecía el aspecto de la plaza.
“Convendría ahora que se pusiese la acera de cemento portland en la fachada del llamado palacio episcopal y se invitase al Obispo a que hermosease el aspecto de aquel caserón, poniendo ventanas modernas en el piso bajo y balcones salientes en el principal. No creemos que estas reformas gravarían sensiblemente los 90.000 reales de sueldo de su excelencia ilustrísima”, denunciaba el diario. El prelado, don Santos Zárate, debió tomar buena nota de la crítica, porque pronto se puso manos a la obra para poner en marcha el proyecto de construcción del nuevo Palacio Episcopal, que vendría a darle una nueva imagen a todo el entorno.
También faltaba en la plaza un buen grifo de agua potable y una fuente que embelleciera el entorno. Desde que agosto de 1876 derribaron la vieja fuente situada junto al pie de la torre del campanario, que daba agua al barrio, la plaza se quedó huérfana de fuentes. En 1889 el Ayuntamiento encargó la construcción de dos fuentes de mármol blanco para adornar la plazuela y se aprobó un presupuesto de 1808 pesetas.
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