Andaban los indalianos buscando sus fuentes de inspiración, encomendándose al dios Indalo y a las musas que rondaban por los veladores de los cafés del Paseo, cuando apareció por Almería una extranjera de veinte años dispuesta a posar como Dios la había traído al mundo. Aquella divinidad hizo milagros, renovando de vida las venas creadoras de nuestros ilustres artistas, las de los jóvenes, y también las de los viejos.
Se llamaba Sofía y venía de Suiza con otra cultura, con otra mirada, con otro cuerpo, a una ciudad donde la moral pesaba como una losa y donde los cuerpos desnudos se quemaban todavía en las llamas del infierno a la hora de la misa de los domingos.
Sofía, con sus ojos profundos como dos océanos, con aquella mirada arrebatadora en la que se fundían todas las estrellas del firmamento, fue una revolución para los pintores, el mayo del 68 francés, el heraldo que anunciaba la resurrección de los cuerpos.
Cuando agitaba la melena, un vendaval inundaba la estancia de aquel humilde piso del edificio de los Pulpitillos, frente a la iglesia de las Puras, donde los artistas se citaban a escondidas con su musa. Sus pechos desnudos eran dos faros en medio de la niebla, que llenaban de una luz cegadora aquella habitación oscura que no tenía más iluminación que una tímida ventana por donde se colaban las horas que daban las campanas del convento.
Como niños, los pintores jugaban con su musa, buscando la mejor postura, esa expresión que resumiera aquel prodigio de veinte años, aquella encarnación del pecado, aquella explosión de vida. Ella, desnuda, transformaba en un templo el piso desangelado del pintor José Manuel Soriano, el artista soltero al que no le asustaba saltarse las normas, el creador inválido que se rebeló contra su cuerpo maltrecho y su silla de ruedas buscando la belleza original de un desnudo femenino. “En la técnica del desnudo es donde más campo tiene el artista para expresar su estado de ánimo, sus auténticos sentimientos. Me permite soñar, olvidarme de complejos. Me ayuda a vivir”, dijo una vez en una entrevista en el periódico.
Aquel artista almeriense que tuvo que padecer de por vida las secuelas que le dejó una parálisis infantil no encontró otra forma de expresar su fina y poética sensibilidad que pintando mujeres desnudas en el primer piso del edificio de los Pulpitillos, frente a la Catedral, frente al convento de las monjas, frente a los vecinos y frente a la sociedad que le reprochó su obsesiva fuente de inspiración.
Allí, delante del viejo armario de la ropa cargado de cajas hasta el techo, bajo la luz de una escuálida bombilla, una humilde manta en el suelo se convertía en un trozo del edén cuando Sofía extendía todo su esplendor de curvas, gestos y rincones prohibidos, ante los ojos de los indalianos que hacían sonar sus liras agradeciendo al cielo cada segundo de inspiración.
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