Cuando terminaba la Semana Santa llegaba el camino más duro para los estudiantes. Mirabas hacia adelante y ya no encontrabas ningún recodo para el descanso. Atrás se habíán quedado ya las navidades, los siete días de la muerte y resurrección del Señor y ahora lo que venía por delante era el fatídico fin de curso, esa recta temible que se iba llenando de curvas a medida que uno se iba atrancando en las asignaturas.
La dureza del último trimestre te dejaba sin aliento y una sensación de tristeza se apoderaba de aquellos que se enfrentaban a las recuperaciones y a los suspensos. Esa parte postrera del curso se hacía más dura porque sucedía en primavera, cuando las tardes alargaban sus brazos, cuando la vida estallaba en las calles y lo que le apatecía a uno era salir a jugar sin horario, sin obligaciones, sin el constante aliento en el cogote de tu madre que no paraba de recordarte que lo primero era estudiar si querías hacerte un hombre de provecho, que la pelota y los amigos no nos iban a dar de comer, que bastante sacrificio llevaban ellos para darnos estudios para que les respondiéramos perdiendo el tiempo.
Con este panorama, el último trimestre se hacía eterno y en nuestro corazón la vocación por el juego y la diversión chocaban de bruces contra la maldita obligación que pendía encima de nuestras cabezas como una espada de Damocles. Los exámenes se sucedían y a veces nos obligaban a quedarnos hasta muy tarde o a levantarnos de la cama antes de que saliera el sol para el último repaso. Nos decían que nos estábamos jugando el porvenir, pero en nuestra conciencia infantil lo que realmente nos jugábamos era el sueño de pasar un verano tranquilo, llegar el último día de clase a la casa y guardar la cartera donde no la volviéramos a ver durante meses, librarnos de esa tortura que significaban las academias y las clases particulares, un castigo que nos dejaba sin verano.
Para los niños de la generación de la posguerra, el último trimestre era más duro aún que para los que vinimos después, porque ellos tenían que enfrentarse al temido examen de Ingreso para poder entrar en el Instituto. El examen de Ingreso venía a ser como el juicio final en el que los alumnos tenían que demostrar que estaban preparados para iniciar el Bachillerato. Con los pantalones cortos hasta las rodillas, camisa limpia, corbata estrecha y los zapatos oliendo a betún, comparecían en el estrado con los nervios apretándoles el alma. Para que los niños se sintieran más arropados era habitual que se presentaran en el lugar del examen con el maestro que los había orientado en su último curso de colegio. Su presencia les daba confianza y humanizaba aquel terrible momento. Tenían sólo diez años, pero aquella prueba de madurez los iba a convertir en hombres cuando unas horas después atravesaran de nuevo la puerta del Instituto para volver a casa.
El primer examen consistía en un dictado interminable, una división con la prueba y una resta llena de dificultades. Después se enfrentaban al momento más duro, el instante de medirse, cara a cara, con un tribunal formado por siete profesores, que sometían al alumno a preguntas de todas las asignaturas que había que contestar en el menor tiempo posible. Al examen de Ingreso se podía llegar por dos caminos, después de terminar el sexto curso de Primaria en el colegio, o bien haciendo hasta cuarto y cumpliendo después los dos años de Preparatoria, en los que se instruía a los alumnos para la prueba de acceso al Bachillerato. La Preparatoria se hacía en el mismo Instituto y estaba a cargo de dos profesores, don José Soler, que daba Primero, y don Juan Jaramillo, el de Segundo. Los que superaban el ejercicio regresaban en septiembre para formalizar la matrícula y comenzar una nueva etapa en sus vidas. Entrar en el Instituto, para aquella generación de almerienses que nacieron en los años de la posguerra, significaba formar parte de ese estatus privilegiado que eran los estudiantes y alejarse de la dureza de la vida laboral prematura, a la que tenían que enfrentase los jóvenes que no querían o no podían seguir estudiando.
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