Las enfermedades que más compartíamos los niños de antes eran las relacionadas con la garganta. Nos dolía mucho la garganta porque cogíamos frío constantemente jugando en la calle bajo la lluvia, metiendo los pies en los charcos o sudando bajo el sol hasta que nos estallaba la cabeza y huyendo del calor nos exponíamos a las sombras y a las temidas corrientes. Los mayores nos advertían con frecuencia que tuviéramos cuidado con las corrientes, que eran muy traicioneras, que más de uno se había ido al otro barrio por culpa de un mal aire.
Nos dolía mucho la garganta, hasta que llegaba el día, más temprano que tarde, en que teníamos que pasar por esa primera prueba de fuego en nuestras vidas que era la operación de vegetaciones. A los niños, aquel nombre, ‘vegetaciones’, nos llevaba a pensar que teníamos en el gaznate un incómodo jardín donde pasaban los inviernos los virus y anidaban a sus anchas las bacterias, por lo que no teníamos otro camino que pasar por el quirófano si queríamos crecer sanos.
Hace medio siglo no existía todavía el Hospital de Torrecárdenas y el sanatorio más popular, por el que todos acabábamos pasando, era el ‘18 de Julio’, al lado del muro de la Rambla, en lo que entonces eran las afueras. Este trozo de ciudad se llenó de vida con la construcción de La clínica, que fue el primer sanatorio moderno que tuvimos en Almería. En 1947 se aprobó el crédito para su construcción y tardó más de dos años en construirse y en ponerse en funcionamiento.
Allí dentro siempre olía a niño recién nacido y a los embutidos que las familias de los internos colaban de contrabando por la puerta, en un tiempo en el que todavía no existían los vigilantes jurados y la gente daba por hecho que nada recuperaba más la salud que una buena tripa de morcilla. Media Almería nació bajo su techo, con todos los cuidados médicos posibles, acabando con la tradición de que cada uno viniera al mundo en su casa sin más ayuda que la comadrona del barrio, como había ocurrido hasta entonces.
Allí nos arreglaban los dientes y nos sacaban las muelas picadas. Allí nos llevaron el día que por primera vez nos enfrentamos a la aventura de que nos sacaran sangre. Hacerse un análisis para ver cómo andaban tus leucocitos y tus hematíes era poco habitual. Casi nadie se hacía un análisis de sangre, salvo que nos acechara alguna extraña enfermedad o que nos criáramos más delgados de lo normal. Aquella mañana no íbamos al colegio y en ayunas y repeinados, oliendo bien a colonia, nos llevaban de la mano a que nos pusieran la banderilla en el brazo. Qué indefensos nos sentíamos delante de la jeringa, solo el rostro amable de la enfermera nos ayudaba a pasar el mal trago, ese pulso directo con el miedo. Que te sacaran sangre te hacía sentir después, ante los otros niños, algo así como un héroe de guerra. Nos gustaba dejarnos el esparadrapo en la vena perforada para que todos supieran que habíamos pasado por ese trago, y nos gustaba presumir de que no nos habíamos mareado, que no habíamos soltado una sola lágrima, y que al final, nos habían dado una buena recompensa en el kiosco que había frente al sanatorio, aquel pegueño refugio que por su situación estratégica se convirtió en un lugar de reunión y en parada obligatoria de los familiares que tenían algún enfermo en el centro.
Quién no pasó por aquel chiringuito en un tiempo en el que la mayoría de los niños nacían en la Maternidad del ‘18 de julio’ y donde las consultas de la Seguridad Social estaban bajo el techo de aquel majestuoso edificio. Por la mañana temprano, antes de que saliera el sol, el kiosco derramaba hacia la puerta y las ventanas del sanatorio un perfume a churros que resucitaba a un muerto. Por el bar pasaban todos los enfermos del seguro, las mujeres cuando iban a la revisión con el ginecólogo, los maridos mientras esperaban nerviosos el momento del parto. También fue un paraíso para los niños cuando después de visitar al dentista y salir con una muela menos, o tras haber sufrido la temida operación de vegetaciones, tenían la recompensa del helado bien frío para evitar la hemorragia.
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