Cuanto más te alejabas del centro, más intensa era la sensación de aislamiento, de vivir en un pueblo, de pertenecer a otro universo aunque en realidad estuvieras a poco más de un cuarto de hora de la Puerta de Purchena. Ese era el caso de los vecinos de la popular barriada de las Casitas de Papel. Si cogían el camino de la Carretera de Granada, en diez minutos cruzaban el badén y en otros diez ya estaban viendo la cúpula del edificio de las Mariposas. Si optaban por bajar por la Avenida de Santa Isabel y atravesar el badén de los kioscos para llegar a la calle de Murcia, quince minutos después ya contemplaban la torre de la iglesia de San Sebastián. Tenían la sensación de vivir muy lejos, de que para llegar a Almería había que recorrer un largo camino, aunque la realidad fuera distinta.
Aquella barriada con nombre infantil estaba situada al norte de la iglesia de San José y del Barrio Alto, en el paraje conocido como el Camino de los Depósitos del Agua. estaba formada por 82 viviendas “ultrabaratas” para intentar paliar el grave problema de la vivienda que sufría la ciudad. El 12 de marzo de 1950 el Obispo Alfonso Ródenas García bendijo las viviendas, que por su frágil apariencia, por la sencillez de su estructura que parecían sacadas de un cuento de niños, fueron bautizadas popularmente con el nombre de las Casitas de Papel. Unos días después, el Ayuntamiento, que entonces presidía el alcalde Emilio Pérez Manzuco, acordó “titular las siete calles que comprende la nueva barriada con nombres de planetas: Venus, Saturno, Neptuno, Júpiter, Marte, Urano y Mercurio”.
Era un barrio modesto de viviendas humildes con escasos metros pero mucha luz; en apenas cincuenta metros se acomodaba una familia de las muchas que llegaron de distintos puntos de la ciudad buscando mejores condiciones de vida. Las habitaciones tenían cortinas en vez de puertas y en el centro de la casa aparecía el patio para ventilar y llenar de luz cada rincón. En una esquina del patio se encontraba el humilde habitáculo del váter y en otro la pila de piedra donde las madres lavaban la ropa, donde los niños se metían en verano para sacudirse el calor. En las noches de julio, cuando las habitaciones parecían hornos a fuerza de tanto sol, era habitual que la gente sacara sábanas y colchones a la calle, y que en la misma puerta se tumbaran a dormir. Las Casitas de Papel formaban una barriada con alma de pueblo que llegó a tener cerca de quinientos vecinos. Contaba con sus pequeños negocios de subsistencia, entre los que destacaba por su popularidad la tienda de Nicanor y de Ignacia, que siempre estaba abierta. Uno de sus hijos, José Antonio Gálvez, se hizo famoso en la ciudad por ser uno de los boxeadores destacados de la Almería de los años setenta. En la tienda de Nicanor era esencialmente de comestibles, pero también vendía pastillas de jabón, colonia, pinzas para la ropa o las necesarias velas y cajas de mariposas que tanto se utilizaban entonces en las casas cuando se iba la luz, algo habitual en el barrio cuando la corriente era de 125 voltios.
Las Casitas de Papel fue un barrio que disfrutó del aislamiento que le daba el lugar. Protegido por la soledad de la Rambla de Amatisteros, gozaba de la tranquilidad de un pueblo, rodeado todavía de los últimos bancales y pequeños cortijos que ascendían desde la calle Real del Barrio Alto paralelos a la Carretera de Ronda. En el Camino de los Depósitos estaba el cortijo de Manuel Asensio y el de Paco el guardia, con sus balsas que los niños tomaban al asalto en los días de verano, con sus bancales sembrazos de panizo que luego recogían las mujeres del barrio en los día de faena; y más arriba el cortijo que llamaba de Leopoldo, que sobresalía del resto por el ejército de palmeras que lo rodeaban, lugar propicio para coger dátiles a fuerza de pedradas.
Por allí solía merodear un personaje suburbial, un pobre desdichado sin más destino que la calle, al que la gente conocía con el nombre de Juanico el de los alambres. Tenía la habilidad de hacer juguetes con alambres y a cambio, las mujeres del barrio le llenaban de comida una vieja lata que él utilizaba como su fuera un plato.
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