La lluvia ha pasado a formar parte de los recuerdos y hay que hacer memoria para poder acordarse de cómo era un día completo de lluvia, de lo que aquí llamábamos de "agua pareja", de aquellos días que amanecía lloviendo y no daba tregua durante toda la jornada. Aquí nunca llovió mucho, pero todos los años, por muy fuerte que apretara la sequía, teníamos al menos dos o tres episodios importantes de lluvia, de aquella que calaba las viviendas y llenaba de agua el cauce seco y sucio del río.
La lluvia siempre fue un acontecimiento, un milagro que cuando sucedía cambiaba la vida de la ciudad. Cuando las familias se reunían a cenar delante de la tele, siempre coincidiendo con la hora del telediario, el minuto de máxima expectación era el del hombre del tiempo, cuando Mariano Medina aparecía delante del mapa de España y empezaba a colocar en cada zona el sol que anunciaba lo que llamábamos buen tiempo y el paraguas que nos traía la lluvia.
En mi casa siempre vivíamos con euforia el pronóstico de un día de lluvia. Era como una herencia sentimental, una alegría arraigada en lo más remoto de nuestra conciencia que nos llenaba de buenas sensaciones. Si llovía yo iba a la escuela como si no existieran los deberes, abrigando la esperanza de que la lluvia relajara la disciplina del aula y la severidad del maestro.
Si llovía, en mi tienda echaban a volar las campanas porque se agotaba la harina de sémola para las migas, las cajas de arenques y los sacos de habas. De la mano de la lluvia venían las goteras. Ya casi nadie se acuerda de que en casi todas las casas teníamos goteras cuando caían algunos litros de más. Hoy saltaría la alarma por una gotera, pero antes formaban parte de nuestra vida cotidiana y cuando la lluvia recalaba algún techo siempre teníamos a mano un cubo para recoger las gotas y un plástico para cubrir los muebles. Si los chubascos se prolongaban y la humedad no permitía secar la ropa en los terraos, las madres no tardaban en improvisar un tendedero con dos cuerdas en cualquier habitación. De la mano de la lluvia venían los charcos, que en aquellas calles que eran todavía de tierra llegaban a formar auténticas lagunas, para regocijo de los niños que aquel día jugaban a cruzar el Mississippi.
Cuando llovía sacábamos el saco de serrín y lo esparcíamos sobre los trancos para evitar los resbalones y colocábamos barreras en las puertas para que el agua no se colara en las viviendas. La lluvia nos traía el perfume de las migas y nos dejaba en las manos el olor de los arenques que chapábamos en las puertas y que nos acompañaba en la piel al menos durante un día. Sí, los niños íbamos a la escuela con el olor de los arenques metido en las manos y en el paladar y había que frotarse mucho con el Heno de Pravia o con la pastilla de jabón Lagarto para que dejáramos de oler a pescado.
Cuando llovía, al domingo siguiente salíamos a buscar caracoles. En mi familia hicimos un negocio completo de los días de lluvia porque se vendía el doble y porque todos nos convertíamos en buscadores furtivos de caracoles, los mismos que vendíamos en la tienda por kilos, después de que mi madre los tuviera durante tres o cuatro días metidos en cubos comiendo harina para que se quedaran completamente limpios.
Cuando llovía se formaban grandes atascos en la Puerta de Purchena y si la tormenta era fructífera se formaban auténticos lagos que convertía en una aventura algo tan simple como cruzar de una acera a otra. La lluvia traía los atascos y en el Paseo la gente se movía con prisas y con esa mala cara que la mayoría de los almerienses le ponían siempre a la lluvia. Si llovía sacábamos las macetas a la calle para que se empaparan y destapábamos el bidón de uralita que teníamos en lo alto del terrado para recoger el agua de la lluvia, que según se decía entonces, tenía propiedades milagrosas: te permitía hacer mejor la digestión y si te lavabas la cara con ella te dejaba el cutis como la piel de un recién nacido.
La lluvia renovaba los colores de las calles, pintaba la ciudad de humedades y a muchos nos alegraba el corazón, aunque ese día no pudiéramos salir a jugar a la pelota y nos quedara otro remedio que quedarnos asomados a la ventana para que ver cómo se iba mojando la vida.
La lluvia cambiaba el paisaje de la ciudad. Las calles y las casas parecían distintas en los días nublados con agua.
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