Si un domingo no te dabas una vuelta por el Paseo no llegabas a percibir esa sensación de día festivo que sentíamos los almerienses cuando puestos de limpio recorríamos nuestra avenida principal. El Paseo era el gran escenario público, la tarima donde sucedían las cosas importantes. Si un desfile no atravesaba el Paseo era como si no hubiera habido desfile; las procesiones se inflamaban de una espiritualidad festiva cuando recorrían el Paseo y se evaporaban por arte de magia cuando salían de él.
En los primeros años de la Transición cuando llegaron las primeras protestas sociales, a nadie se le ocurría programar una manifestación en el Parque, en una plaza del centro o delante de la Plaza de Toros. Para que tuviera repercusión había que llevársela al Paseo, porque era el escenario donde cualquier detalle se convertía en un acontecimiento colectivo. Si ocurría en el Paseo la sentías como si los manifestantes hubieran tomado el comedor de tu casa.
Tengo en la memoria el recuerdo de un Paseo caótico, donde los coches circulaban en doble sentido, donde se aparcaba en el primer hueco que encontrabas, donde los camiones de la carga y descarga campaban a sus anchas provocando frecuentes atascos. Era el Paseo que se quedaba sin semáforos cuando caía una tormenta y había que recurrir a la destreza de los municipales para que con el pito en la boca impusieran el orden en medio de la confusión.
Aquel Paseo de los 70 atravesaba tiempos difíciles. El viejo Paseo de nuestros padres, con sus nobles edificios y su alma pueblerina, había empezado a cambiar de piel. Cada año desaparecía una casa con historia y sobre su solar levantaban un piso gigantesco. Es curioso que cada una de estas puñaladas directamente al corazón de la ciudad fueran festejadas como un paso adelante, como el síntoma indiscutible de que Almería estaba progresando. Era como si alguien entrara a robar en tu casa y al salir le dieras las gracias.
Era un Paseo de grandes contrastes, que quedaban perfectamente reflejados en la esquina con la calle de Castelar. Allí llegaron a convivir el Café Español y Simago. Uno representaba la tradición y otro una nueva forma de entender el comercio.
Cuando bajaba por el Paseo y llegaba a altura del Café Español, me gustaba contemplar aquella estampa antigua de los clientes que se colocaban pegados a las ventanas que daban a la calle para asistir como espectadores a un día en la vida de la ciudad. Allí estaban, como si ocuparan una butaca del cine, delante de una gran pantalla, asistiendo al estreno de una película que a veces se repetía hasta la saciedad.
Los niños de aquel tiempo frecuentábamos la fachada del Español para impregnarnos del olor al chocolate y al café caliente que salía del interior y sobre todo, para obtener ese botín prohibido que para nosotros suponía un paquete de cigarrillos. Junto a la fachada del café de la familia Tara montaron una máquina expendedora de tabaco, seguramente propiedad del estanco que había al lado, que nos permitía fumar sin tener que pasar por ese duro trago de enfrentarte cara a cara con el estanquero.
Frente a la esquina del Café Español aparecía Simago, el primer supermercado que pusieron en el centro, el negocio que nos traía la modernidad, la tienda donde lo mismo podías encontrar un pollo, media docena de bragas baratas o un estuche de rotuladores.
Mientras que el Café Español iba languideciendo, ese gigante llamado Simago crecía sin parar hasta convertirse en un lugar de culto no solo de las compras de las amas de casa de aquella época, sino de aquellas bandadas de niños que jugaban a la aventura de llevarse el género sin pagar.
Aquel Paseo de los años 70 se contagiaba de la vida vertiginosa que entonces generaba la Plaza de Abastos, en aquellas mañanas frenéticas cuando toda la circunvalación del Mercado y la calle Aguilar de Campoo se llenaban de vendedores ambulantes. En aquel Paseo la vida transitaba de forma desordenada, con la espontaneidad que tenía aquel tiempo. Era el Paseo de los viejos sentados en la Plaza del Educador, de las tertulias en los veladores del Café Colón, del perfume del kiosco de las pipas calientes y de las novedades de los escaparates de Marín Rosa.
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