Siempre tenían a las madres detrás, aquellas centinelas que se dejaban la faena de la casa a medias para salir a la calle a buscarlos cuando los niños se escapaban a jugar a la pelota. Las madres fueron los eternos ángeles de la guarda de aquella generación que se formó en los arrabales y en los callejones polvorientos robándole horas a los libros, los que se fugaban sin hacer la tarea, los que devoraban el trozo de pan con chocolate corriendo, saltando y sudando con la boca llena de tierra y las rodillas sucias y heridas.
Venían de las estrecheces de la posguerra, de los días de escasez en los que en las casas no se tiraba nada y los niños se educaban en la disciplina de la austeridad, cuando un trozo de pan y chocolate era un privilegio, cuando el olor a mantequilla era el perfume que inundaba las calles a la hora de la merienda, cuando la ropa formaba parte de la familia y se iba heredando de un hermano a otro, remendada, descoloridas, usada. Muchos venían del hambre de sus casas, de ese hambre insaciable que marcó a varias generaciones de niños, que aunque no llegaron a pasar las mismas necesidades que sus padres, llevaron colgado para siempre el estigma del hambre como una herencia, como una forma de entender la vida.
Fueron la generación que nació alrededor de 1950, los últimos que conocieron las restricciones de luz, los que aprendieron a leer y a escribir en aquellas escuelas de pago que surgieron por todos los barrios como flores de un tiempo; colegios grises y húmedos donde los maestros utilizaban los castigos con las palmetas de madera como recurso pedagógico; colegios de oscuros retretes y cuarto de las ratas donde los desobedientes pagaban la condena de su eterna indisciplina.
Aquella quinta disfrutó de la Almería amable y pueblerina donde apenas circulaban los coches ni habían llegado todavía los grandes edificios. Es verdad que conocieron de cerca la escasez de la posguerra, pero en su horizonte también se instaló la esperanza de los nuevos tiempos.
Fueron los últimos que cantaron el ‘Cara al sol’ antes de salir de clase, los que se educaron en la vieja tradición del baño semanal, cuando las madres preparaban las pilas de los patios y los barreños con agua caliente para el aseo general de los muchachos. Los sábados tocaba bañarse para que los domingos los niños y las niñas pudieran ir a misa y a pasear por el Parque ‘puestos de limpio’. Fueron la generación del fútbol callejero, las canicas y los trompos, los que se pasaron la infancia con las rodillas hincadas en la tierra y las piernas llenas de heridas. “Niño, no te arranques la concha que te sale sangre y luego se te infecta”, les advertían las madres.
En cualquier calle surgía un club de fútbol, sin más equipaje que las camisetas que se iban comprando con el dinero ahorrado. Porque si a algo los enseñaron sus padres fue a ahorrar, a inculcarles desde niños que todo había que conseguirlo a base de esfuerzo, y que cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía ser un regalo extraordinario si se sabía valorar. Esta forma de entender la vida les sirvió a aquella generación para disfrutar de las pequeñas cosas, para considerar que un modesto balón de cuero era un auténtico tesoro, y había que cuidarlo a base de grasa de caballo para que las costuras no se rompieran antes de tiempo. Cuánto costaba entonces reunir once camisetas para formar un equipo. Cuando se conseguía la ropa, las madres se encargaban de pegarles el escudo y el número; entonces los descampados se llenaban de equipillos que se desafiaban los unos a los otros en torneos interminables. De vez en cuando, el Frente de Juventudes organizaba campeonatos que se celebraban en las instalaciones sindicales, que fue el humilde recinto que se construyó sobre lo que había sido el popular campo del Gas, frente a la playa de las Almadrabillas.
Aquellos niños fueron la generación de las bicicletas con el cuadro cerrado y el sillín de madera, bicicletas que pasaban del padre a los hijos y que tenían que durar toda la vida porque tener una en casa era un lujo. Fueron la generación de los juguetes soñados frente al escaparate de Almacenes El Águila. Los niños del cincuenta vieron pasar los trenes de cuerda y cómo llegó la moda de los trenes eléctricos que parecían de verdad atravesando ríos y montañas. Aquellos vagones y los fuertes de madera se convirtieron en el juguete de toda una generación.
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