En cuestiones dietéticas no teníamos demasiados conocimientos y seguíamos a pies juntillas las normas que habíamos ido heredando de nuestros mayores. Estábamos convencidos de que estar muy delgado era un mal síntoma y que un niño rollizo, e incluso con kilos de más, era el paradigma de la buena salud.
Las madres se empeñaban en que comiéramos mucho, creyendo que así espantaríamos las enfermedades, por lo que no dudaban en recetarnos aquella pócima que ellas consideraban infalible, que consistía en medio vaso de vino dulce con una yema de huevo. El vino te entraba como si el Señor hubiera penetrado en tí para posarse en tu alma, pero la yema se te atragantaba en el paladar y en muchos casos te producía tal sensación de náuseas que acababas aborreciendo el potingue, incluyendo el vino.
La palabra dieta la utilizábamos tan poco que había que buscarla en el diccionario para saber qué significaba. Lo saludable era todo lo que nos saciara el hambre y nos dejaba satisfechos y en esa lista de preferencias que todos teníamos en el número uno siempre estaba la sartén de papas fritas con huevo, que en aquellos tiempos era el plato preferido por pobres y ricos.
Entonces nadie hablaba de dieta mediterránea, ni manejábamos palabras como gourmet, ni gluten, ni calorías. El colesterol sonaba a enfermedad rara y hacerse una análisis de sangre era un acontecimiento tan extraordinario que creíamos que solo les tocaba a los que estaban con un pie en el otro mundo. Cuando un familiar te daba la noticia de que el médico le había mandado un análisis de sangre, pensábamos para adentro: “Mal asunto”.
Lo saludable se concentraba en esos huevos que saltaban con gracia de bailarina sobre el aceite hirviendo, en las patatas fritas crujientes que te entraban por el olfato y por el paladar a la vez. Lo saludable era el bocadillo de sobrasada que te comías por las tardes a la orilla del mar, con el cuerpo cubierto de arena y la piel bañada en sal. Nos tomábamos los baños reglamentarios de mar que recomendaban los médicos y los bocatas de sobrasada y chorizo que nos recetaban nuestras madres, que como antes se decía, eran más médicos que los propios doctores. ¿A quién le iba a sentar mal un cacho de pan con morcilla? cuando era el bocadillo al que le rendíamos culto en las noches de feria en el pollo de piedra de la caseta de la familia Díaz.
Lo saludable era el vaso de leche caliente y la tostada de mantequilla Lorenzana del desayuno o para los más delicados, la leche con galletas de toda la vida. El yogur, que unos años después se puso de moda, era una extravagancia y un alimento para enfermos.
No sabíamos o no queríamos saber que la sal era peligrosa y entendíamos que como formaba parte de la naturaleza no podía perjudicarnos, así que nadie dudaba en meterse entre pecho y espalda un par de arenques bien chapados en la puerta cuando tocaba comer migas o uno de aquellos bocadillos de tomate y aceite que se remataban con una consistente mano de sal para darle gusto.
Si nos comprábamos una bolsa de pipas chupábamos hasta las cáscaras para impregnarnos de sal lo mismo que lamíamos el papel del polo antes de tirarlo.
Los domingos, no había un desayuno mejor que un chocolate con churros. Estábamos absolutamente convencidos de que los churros, que eran harina y aceite no podían perjudicarnos en nada, aunque después tuviéramos que recurrir con urgencia al armarico de la despensa en busca del sobre de la gaseosa del Tigre.
Y que decir de un pastel elaborado en el obrador de una confitería a la antigua usanza. Para nosotros era lo más saludable del mundo y a la vez un motivo de fiesta, ya que los pasteles, como las tartas, eran el milagro de los días especiales. La azúcar no había sido condenada aún a cadena perpetua, y pensábamos que era tan saludable que no dudábamos en meternos los terrones enteros en la boca como si estuviéramos comiéndonos un caramelo. Teníamos una alimentación primitiva, pero nuestra vida se escribía en las calles, corriendo, saltando, sudando, sintiendo, como debieron de hacerlo aquellos primeros niños que poblaron la tierra.
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